Cuba, Ilustración y socialismo.

“El socialismo no es una opción política,

sino la posibilidad de que haya opciones políticas.”

 

Con frases así de contundentes hilvana Fernandez Liria una argumentación brillante, en un artículo que -aunque tiene ya más de diez años- parece escrito ayer.

FERNANDEZ LIRIA, Carlos – A QUIEN CORRESPONDA, sobre Cuba, la Ilustración y el socialismo. 

Seguramente no da para un Seminario de Lectura (una pena, pues la lectura y reflexión compartidas en voz alta son infinitamente más enriquecedoras que la lectura individual y privada) pero en todo caso merece una atenta lectura y reflexión.

¡Qué lo disfrutéis! :)

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TEXTO:

A QUIEN CORRESPONDA, sobre Cuba, la Ilustración y el socialismo. Carlos Fernández Liria.

Estas reflexiones tienen el formato de una carta “a quien corresponda” porque obviamente carecen de la documentación que sería exigible a un artículo o un ensayo serio sobre la realidad social, política y económica cubana. Lo siento de veras, qué más quisiera yo que poder hablar con más fundamento, en lugar de ponerme a contar mis impresiones. Que conste que lo que normalmente leo sobre Cuba y, sobre todo, contra Cuba, no está tampoco mucho más documentado, aunque sí lo pretenda. Y viendo el éxito perverso que ciertas impresiones personales tienen entre nuestros medios políticos e intelectuales, no quiero dejar de aportar las mías como contrapeso y de intentar argumentar por qué me parecen acertadas y por qué creo que contribuyen a rasgar el asfixiante tejido de evidencias desde el que suele abordarse el tema del socialismo y la democracia en Cuba. Madrid, julio de 2004. Vengo de visitar Cuba por segunda vez. La anterior fue en el 2002, con ocasión de un Congreso sobre Kant organizado por el Centro Cultural Español, es decir, organizado por un presunto círculo anticastrista bastante combativo en el que, por cierto, encontré muy buena gente. Estuve una semana y volví muy desanimado, lleno de dudas y de preguntas sin respuesta, y también, en realidad, muy enfadado, aunque no sabía con qué ni con quién (quizás más que nada con mi propio dogmatismo de izquierdista). Cuando relaté el viaje (intentando ser lo más empirista y objetivo posible) a mis amigos de la Facultad (que esperaban ansiosos a comprobar cómo se las había apañado mi entusiasmo castrista al estrellarse contra la cruda realidad), recuerdo que se reían mucho diciendo que ni Cabrera Infante habría hecho un relato tan aterrador de la realidad cubana. Estaba irritado, porque volvía con la sensación de que todo el mundo me había mentido (desde los insignes intelectuales del CCE hasta el último taxista y desde la última prostituta hasta el periódico Granma), con la sensación de que no había conseguido aclarar absolutamente nada, que todo tenía muy mala pinta, pero que todo era, sobre todo y más que nada, incomprensible. La realidad empírica cubana se me aparecía como un laberinto o un jeroglífico irresoluble en el que era imposible saber a qué atenerse. Fue una impresión equivocada. Ahora me parece que, en Cuba, todas las cuestiones son, más bien, de una inaudita e inhabitual simplicidad –lo que es sumamente extraño, en efecto-, y que basta hacer la “o” con un canuto para encontrar las respuestas. Tras una agotadora semana intentando extender lo más posible mi trabajo de campo a todos los sectores sociales, he llegado, en primer lugar, a comprender no sólo lo que antes no entendía, sino también los motivos por los que no lo entendía. Obviamente, en aquella ocasión, había tenido muy mala suerte con mis informantes, divididos fundamentalmente en dos tipos: uno, un grupo de disidentes cubanos conspirando en torno a la embajada española; el otro, un policía corrupto y cocainómano que prostituía a su hermana y decidió elegirme para que le financiara papelinas por todos los bajos fondos de la más corrupta Habana Vieja. Parecerá ridículo, pero, la verdad, en una semana y con estos consejeros tan insistentes no daba tiempo a mucho más; y eso que conseguí zafarme con mucho éxito de las visitas a los museos y todo esto. Al menos puedo decir que a los informantes disidentes, una especie de yuppies genéticos nacidos para triunfar en alguna revolución artística parisina, les escuché sin prejuicios y con toda la atención del mundo, lo mismo, por cierto, que al policía cocainómano, con el que accedí a tratarme precisamente porque su encendido anticastrismo corrupto y sin escrúpulos me pareció que tenía que resultar interesante. Era consciente de que estaba tomando una perspectiva muy unilateral, pero no encontré el procedimiento de completarla y decidí, al menos, tomarme en serio ese lado del problema. El resultado fue un muy mal sabor de boca; mil preguntas y ninguna respuesta; la sensación de estar sumergido en una especie de atmósfera franquista o falangista, que se cernía sobre toda la realidad política y social cubana.

No es que en esta otra ocasión haya tenido otra perspectiva complementaria. Aquí no se trata de complementar perspectivas, sino de ver quién tiene razón. Lo que he visto y escuchado no se complementa con mi visión anterior, sino que, más bien, me explica lo que antes no me explicaba y, además, me explica por qué no se podía explicar nada por ese camino. He tenido delante, en estos días, una buena sopa empírica. Lógicamente, había ido a Cuba para eso, al igual que, por supuesto, fue para eso y no para estudiar a Kant para lo que viajé a Cuba la otra vez. Para los que nos ganamos la vida haciendo juegos de manos con la teoría, eso de lo empírico tiene siempre algo de amenazador, porque es terrible que, en ocasiones, la experiencia haga chirriar razonamientos que hemos estado años y años formulando con más o menos petulancia; pero también tiene, eso de lo empírico, en otras ocasiones, algo de recompensa, pues es verdad que uno se cansa de estar todo el tiempo construyendo castillos en el aire que una mala resaca puede echar por tierra sin que de ellos quede nunca nada tangible; es una alegría inigualable el que, en algunas contadas ocasiones, en lugar de ser nosotros los que acumulemos razones y razones, sean los hechos mismos los que nos den la razón. Así es que tengo motivos para haber vuelto muy contento de Cuba. Muy contento y más castrista que nunca, más marxista que nunca, más socialista que nunca e incluso, vaya, es que me siento hasta más guapo, oye. No es para menos, viendo de la que me he librado; lo habitual es que uno sea, por ejemplo, muy castrista y guevarista a los 18 años y que luego vaya sentando la cabeza hasta volverse como Bernard Henri Levy o alguna bestia sionista por el estilo de André Gluksman, para acabar finalmente firmando manifiestos a pachas con Mario Vargas Llosa. Es un alivio muy profundo el que siente uno al comprobar que no le va a ocurrir nada de eso. Fui tan radicalmente marxista (y castrista) a los 18 años que, siempre “exagerado en la autocrítica” (como el compañero Fidel), me pasé después décadas contrargumentando contra mí mismo (pues descubrí que eso de contrargumentar contra mí se me daba a mí mejor que a los demás). No es que llegara nunca realmente a alejarme del marxismo (y del castrismo), pero desde luego sí que me especialicé en buscarle tres pies al gato. Y, hete aquí que, justo cuando ya algunos me veían caminar por la senda de Cabrera Infante a los 43 años, regreso a Cuba, me bebo un buen tazón de empirismo, y siento la cabeza, por fin, exactamente en el mismo lugar en que la tenía a los 18 años. Tozudo que es uno. *** Intentaré, pues, centrarme en anécdotas y detalles empíricos que llamen la atención –al fin y al cabo, algunos ya nos hemos pasado media vida negociando con razones para hablar de Cuba. Por ejemplo, un detalle pintoresco: los dientes de la gente. En Cuba, llama poderosamente la atención que su población, casi sin excepción, tiene los dientes sanos. Probablemente algo más sanos que en España, pero, para alguien que, como yo, ha vivido en Chiapas, El Cairo o Túnez y ha viajado por muchos otros países del Tercer mundo, el ver dentaduras cuidadosamente empastadas y vigiladas por un dentista, resulta impactante. Ocurre que el famoso mito de la sanidad cubana no es ningún mito. He hablado con gente de todo tipo y de muy distintas cataduras y no he encontrado la menor reticencia hacia el sistema sanitario. Ni siquiera me han hablado de listas de espera. En comparación, la cobertura en sanidad del ciudadano medio en EEUU es, sin duda, tercermundista, y la española queda también muy a la zaga. Otra cosa que salta a la vista son los niños, “en la escuela y con zapatos” sin excepción. Ni un solo niño descalzo o mal vestido, ni uno solo pidiendo limosna, ninguno desnutrido. Tanto se ha repetido que Cuba presenta uno de los índices de analfabetismo más bajos del planeta que la cosa parece propaganda. Ahora bien, es un milagro poco habitual esto de que en Cuba se pueda hacer propaganda diciendo la verdad. La población cubana es culta y está sana. Estos dos tópicos mil veces repetidos tienen la particularidad de que son ciertos. Y lo que se impone no es encogerse de hombros diciendo que eso ya lo sabe todo el mundo, que no hay que ir a Cuba para descubrirlo. Muy al contrario, al llegar a Cuba sorprenden, ante todo, los efectos empíricos tan poderosos que tiene eso de que la población sea culta y esté sana. ¡Hay que verlo para creerlo! Aquí, la evidencia empírica tiene la virtualidad de corregir muy eficazmente algunos malos planteamientos del problema. Por ejemplo, ese de que si bien “nadie pone en duda los logros en sanidad y educación”, eso no disculpa la ausencia de democracia y de participación ciudadana, la falta de libertad de expresión, la militarización ideológica de las conciencias, etc. Se trata de un mal planteamiento que suele enmascarar el hecho de que la salud y la educación tienen mucho que ver con la democracia y la libertad, porque son, en realidad, su presupuesto imprescindible. La salud y la educación son el principal activo del que un pueblo puede disponer para la práctica de la democracia, aunque es verdad que uno no suele darse cuenta de ello hasta que no se da empíricamente de narices con evidencias como la realidad cubana. Lo importante es que es muy difícil cerrar la boca a un pueblo sano y educado. Ya que estamos hablando de impresiones empíricas: en Cuba no llama la atención la ausencia de democracia, sino todo lo contrario; uno tiene la sensación de vislumbrar, más bien, lo que podría ser un ejercicio democrático efectivo y regular. Más que nada, por lo culta que es la gente y por lo muy acostumbrada que está a argumentar y ver argumentar… incluso, por cierto, a su Jefe de Estado, cosa, desde luego, que se ve muy raramente en este mundo. No creo que haya habido en la historia muchas otras sociedades en las que el espacio político y la argumentación estén tan vinculadas como en Cuba. Los ciudadanos de nuestras democracias parlamentarias, por ejemplo, no se representan –y con toda la razón- al Parlamento como un espacio para la argumentación y la contrargumentación, sino como un espacio para la negociación de intereses entre distintas facciones de una casta especial, la de los políticos, que es, a su vez, una especie de correa de transmisión de grandes corporaciones económicas que dirimen en el espacio político sus correlaciones de fuerzas, de las cuales depende, en realidad, todo lo verdaderamente importante. De ahí que, excepto en casos muy puntuales, la población no espera de sus representantes políticos que razonen, sino más bien que defiendan con éxito determinados intereses específicos. Por supuesto que, para ello, es mucho más fundamental la propaganda que la persuasión racional, y así lo entiende todo el mundo en cada campaña electoral. En Cuba, por el contrario, se vincula instintivamente el espacio político con un espacio para la argumentación (incluso cuando se espera que, en último término, salga Fidel y explique lo que ha pasado). Y como lo que se espera encontrar ahí, en la política, son argumentos, resulta que, contra lo que suele creerse, la penetración del adoctrinamiento ideológico en la conciencia de la ciudadanía cubana es mínima. Al fin y al cabo, la Ilustración tenía razón en eso: una mente acostumbrada a razonar es una mente mayor de edad, que acepta difícilmente la sumisión ideológica. En comparación con Cuba nosotros estamos acostumbrados a niveles de Ilustración de muy baja intensidad, en los que las posibilidades de control ideológico son mucho más creíbles. Se dicen cosas como que el apoyo de la población cubana a Fidel Castro no resulta más significativo ni relevante que el apoyo al franquismo que indudablemente caracterizó a una mayoría del pueblo español en los años sesenta. Hace falta sumergirse en la madurez cultural de la población cubana para advertir el absurdo de esta comparación. La atmósfera de la ciudadanía cubana es increíblemente transparente. En comparación con ella, los ciudadanos europeos respiramos un aire público muy cargado ideológicamente, viciado hasta límites sofocantes. La ausencia de razonamientos políticos, entre nosotros, viene a ser ocupada por una sobrecarga de tejemanejes ideológicos –aquel “macizo ideológico” del que hablara Althusser- que sumen al ciudadano en una especie de minoría de edad inducida. No se ha reflexionado lo suficiente, por ejemplo, sobre el hecho de que las calles y la televisión cubanas están limpias de publicidad. En realidad, esta es una de las cosas que más llaman la atención, como si en Cuba uno estuviera sometido a un fenómeno acústico paranormal. Se tiene la sensación de que en Cuba reina un misterioso y enigmático silencio. Se dirá lo que se quiera, pero ese silencio no puede ser malo para la inteligencia; y de hecho, frente al contraste cubano, uno se pregunta alarmado cuánto daño hará a nuestra inteligencia ese bombardeo publicitario tan inusitadamente infantil y ridículo al que estamos sometidos desde que nacemos en los países capitalistas. El vocerío ideológico en el que se educan nuestras conciencias actúa muy eficazmente como una especie de escuela invertida, generadora de minoría de edad y deficiencia mental. Y es precisamente por eso por lo que la sociedad cubana nos parece, a nosotros, una sociedad adoctrinada. No estamos acostumbrados a ver circular razones en el espacio público, porque no estamos acostumbrados a una ciudadanía mayor de edad, de modo que toda argumentación nos parece paternalista. Es increíble, por no decir de risa, lo fácilmente que hemos caído en la trampa de asociar el ejercicio de la razón a un lavado de cerebro. Por lo visto, de una mente vapuleada por la publicidad y la televisión basura, se puede esperar que, de natural, razone madura y críticamente; mientras que de una mente esculpida por razonamientos sólo puede esperarse sumisión. Ya no hay tanta gente que lea el Reader Digest, pero el viejo tópico sigue resultando eficaz. Y, sin embargo, las cosas son exactamente al revés: el adoctrinamiento político, en Cuba, no tiene muchos más instrumentos para la penetración ideológica que la solidez de las argumentaciones. Sin duda se trata de un caso único en la historia de la humanidad, aunque tenga sus precedentes (el laicismo republicano francés, aunque mucho más viciado y pervertido, arranca, en sus orígenes, de una situación muy semejante). Un poder obligado a convencer a sus ciudadanos. Eso es lo que nosotros creemos que tenemos, pero no es verdad. En el fondo, sabemos que las corporaciones económicas que nos dominan no necesitan convencernos de nada, ya que nos tienen agarrados por los huevos. Y la clase política no tiene otra función que la de disimular esta cruda y cruel realidad con la apariencia de un cierto pluralismo. Naturalmente, este pluralismo aparente no puede permitirse argumentaciones, puesto que, en realidad, no tiene nada sobre lo que argumentar -pues “el argumento” de la cosa ya lo dicta por ellos todos los días, a través de su ministro, Nuestra Señora Economía. De ahí que el mero hecho de intentar introducir algún argumento en nuestro espacio político sea mirado con desconfianza: es lo que en España podría llamarse el “síndrome de Anguita”. Se trata, en efecto, de un caso emblemático; Anguita intentó juntar la A con la B y se le acusó de aburrir al electorado con tediosos razonamientos escolares y, por supuesto, cómo no, se le acusó de aspiraciones totalitarias. Para evitar el totalitarismo, es lógico que la democracia se dote a sí misma de un espacio institucional en el que toda argumentación pueda ser contrargumentada. Pero hace falta estar muy en la luna para pretender que eso es lo que tenemos en nuestros Parlamentos. Muy al contrario, en el Parlamento, un argumento sería como una bomba de relojería porque, tirando del hilo, podría romper el Velo de Maya y mostrar a las claras que, en una sociedad capitalista, no se trata jamás de razones, sino de intereses; que, en todo caso, hay que decir que la economía capitalista tiene siempre sus propias razones, suficiente número de razones y razones lo suficientemente poderosas como para que el juego de las razones (de los hombres) en el Parlamento pueda ser otra cosa que un entretenimiento supersticioso. Viendo la forma encarnizada y rabiosa con la que todos los periodistas y políticos de este país perpetraban el linchamiento de Anguita, uno se preguntaba que qué habría hecho ese hombre de tan imperdonable, pareciendo como parecía tan inofensivo. ¡Parecía un maestro de escuela, así es que no cabe duda de que albergaba aspiraciones totalitarias! Así son las cosas. Escarmentados por la historia de un capitalismo que ha suplantado toda posibilidad de democracia, estamos tan desacostumbrados a ver argumentar en el Parlamento que cuando vemos a alguien esbozar un argumento sospechamos que tiene algo no contra el argumento contrario, sino contra el Parlamento mismo. Es así como argumentar se ha convertido en un signo de totalitarismo. No es extraño que Cuba, acostumbrada a razonamientos que han llegado a durar más de seis horas, aparezca así como una dictadura personal. Y, no obstante, habría mucho que reflexionar sobre el hecho de que en Cuba no hay, en absoluto, culto a la personalidad. De hecho, casi da la impresión de que tal cosa estuviera prohibida, de tan difícil que es encontrar expuesta una foto de Fidel Castro (sin duda más difícil que encontrar aquí un retrato de nuestro Jefe de Estado) . Sea como sea, el socialismo cubano no ha contraído esa enfermedad ideológica que fue la seña de identidad de la URSS y de la China maoísta. Pero lo interesante es advertir que en Cuba, donde no hay revistas del corazón, ni familias reales, ni programas basura en la TV, uno se acuerda de pronto, por comparación, de hasta qué punto el culto a la personalidad es un cáncer que corroe también a la ciudadanía occidental. Recordando el abigarrado, chillón y obsceno culto a la personalidad que circula entre las masas y las élites de nuestras sociedades capitalistas desarrolladas, la relación del pueblo cubano con sus autoridades casi recuerda a un límpido diálogo socrático, en el que siempre son más importantes las razones que las personas. En resumen, lo que quiero decir es que, por mucho que a uno le entren tentaciones de desconectar al oír hablar de los tan cansinamente cacareados logros educativos y sanitarios de Cuba, al experimentar en directo el resultado, uno se siente seducido por un espectáculo inigualable: choca muy vivamente encontrar un pueblo tan pobre y tan culto y tan sano al mismo tiempo. Esa inhabitual combinación proporciona la imagen arquetípica de lo que la Ilustración consideró una población digna y libre, una ciudadanía, en suma, mayor de edad. *** Y por cierto que la relación entre dignidad y mayoría de edad es también algo empíricamente muy llamativo: es casi imposible toparse en Cuba con una actitud servil. Es casi imposible encontrarse con una actitud acomplejada, marcada por la ignorancia o la humillación. Incluso las profesiones que implican un cierto servilismo teatral, como ocurre entre nosotros en el sector de la hostelería, en Cuba han tenido que amoldarse a un trato de igual a igual. Observando, por ejemplo, la actitud de los camareros y recepcionistas de los hoteles frente a sus clientes, uno tiene la impresión de que se puede generalizar y afirmar con cierta verosimilitud que, en Cuba, el servilismo está mucho más ausente de las relaciones laborales de lo que para nosotros suele ser habitual. Este es otro asunto sobre el que conviene detenerse. En Cuba se trabaja ocho horas al día cinco días a la semana y, por cierto, que a un ritmo que, por aquí, sería motivo de despido nada improcedente. Debe de tratarse de una de las dos o tres excepciones del planeta en las que todavía es posible este milagro. Un milagro del que, dicho sea de paso, depende algo así como la dignidad humana. Ahora bien, cuando se comparan economías no se comparan estas cosas. Se comparan índices de crecimiento, tasas de productividad y de ganancia. Así pues, quedará como un axioma de la historia del siglo XX el que las economías socialistas no fueron competitivas, como si esto fuera una objeción definitiva contra ellas. En condiciones laborales fueron, sin embargo, ultracompetitivas, hasta el punto de que hubo que inventar el keynesianismo para contrarrestar tentaciones revolucionarias entre los trabajadores europeos. Desde un punto de vista económico la economía cubana no es competitiva. Eso quiere decir que no consiste en flexibilizar a sus trabajadores hasta convertirlos en mera gelatina de trabajo humano indiferenciado. En realidad, una de las cosas que más llaman la atención en Cuba es que el mundo laboral se encuentra supeditado a la natural y razonable vagancia de los trabajadores. En Cuba, nadie consideraría sensato matarse a trabajar sin que haya alguna razón suficientemente razonable para ello. De modo que también a este respecto ha sido necesario argumentar largo y tendido. Es impresionante comprobar cómo, en un país en el que con tan solo colgarte una tarde de un turista puedes ganar el equivalente del sueldo de un mes, se intenta convencer a la gente con argumentos y razones de que acudan a su trabajo. Ahora bien, lo razonable da de sí lo que tiene de razonable: nunca se logrará en Cuba convencer a nadie de que trabaje dieciséis horas seis días a la semana para el bien de… ¡de la Economía! En Cuba nadie entendería que “la economía” pudiera tener necesidades y razones que en último término no fueran reductibles a las necesidades y las razones de la gente. El hecho es que en Cuba se trabaja muy poco, al menos para lo que estamos acostumbrados en el resto del mundo. Y se trabaja con una dignidad que entre nosotros ya sólo es patrimonio de la especie a extinguir de los funcionarios del estado (esa especie que todavía tiene derecho –para exasperación de nuestra histérica Economía- a tomarse un café a media mañana). Algunos dirán que el ritmo de trabajo cubano tiene que ver con el Caribe más que con el socialismo. Habría que comprobarlo en los talleres textiles y de ensamblaje electrónico de Andy Apaid, propietario de Alpha Industries, el mayor empleador de Haití, donde, por cierto, en 2004 se están cobrando 68 centavos de dólar por día con jornadas laborales de 78 horas a la semana. Puede que el Caribe, que tiene un clima bastante sensato, contribuya mucho a la sensatez del ritmo de trabajo de la gente, pero, en todo caso, la idiosincrasia caribeña le importa una mierda al capitalismo. Un sistema económico que es incapaz de distinguir a un niño trabajando de una máquina funcionando no está para gilipolleces. Así es que, si en Cuba se trabaja poco y lentamente como corresponde a un clima caribeño será porque la economía socialista se puede permitir el lujo de atender y de respetar ese tipo de cosas como los climas caribeños (y de paso distinguir a un niño trabajando de una máquina funcionando). El socialismo es capaz de dar rienda suelta al Caribe… ¿qué más se puede pedir a un sistema económico? Por otro lado, resulta que los españoles, los italianos, los franceses, y puede que hasta los persas, se vuelven de lo más caribeños en cuanto a sus funcionarios se refiere. Será entonces que la cosa tiene que ver más con eso de trabajar para el Estado que con eso del Caribe. El Estado no ha sido nunca capaz de aparecer como un empresario convincente. Mira por dónde resulta que este es uno de los reproches que se suelen hacer al sector estatal de la economía. En el sector estatal los trabajadores se niegan a renunciar a ciertos derechos: tomarse un café, charlar con su compañero, llamar a su familia a media mañana, ir cinco veces a mear si se tiene cistitis, trabajar a un ritmo humanamente razonable, no ir a trabajar si se está malo, en fin, todas esas cosas que hacen a los taxistas clamar al cielo pidiendo venganza. Por lo visto, en opinión de algunos, para el bien de una Economía sobre la que vela el Banco de Santander, sería necesario poner a todos esos vagos redomados a trabajar en las alcantarillas del mercado laboral, a través del régimen de las ETTs, que es el sistema que verdaderamente mola y, desde luego, el que más le mola a Botín. Incluso, no se sabe muy bien en virtud de qué retruécano argumental, resulta que la culpa del deterioro de las condiciones laborales acaban por tenerla no el señor Botín, y ni siquiera el ministro de Economía o los especuladores financieros, sino, obviamente, los funcionarios, que gastan de la hostia y se pasan el día rascándose la barriga.

Según parece, gracias a ese desierto de libertades y esa mazmorra de esclavitud que es el mercado laboral, tenemos una economía eficiente en lugar de un parásito estatal. Eficiente, una vez más, para la Economía y sus representantes, no para quienes dependen a vida o muerte de ella, que a esos les va fatal con tanta eficiencia y preferirían con mucho convertirse en parásitos. Eficiencia para lo que es eficiente el capitalismo –más que nada para que algunos se forren-, ni siquiera para lo que esos sujetos llamados seres humanos suelen considerar como tal, es decir, cosas tales como que, por ejemplo, los trenes lleguen a su hora y lleguen a más sitios, lo que, al parecer, dejó de pasar en Inglaterra desde el mismo momento en que Margaret Thatcher privatizó los ferrocarriles. Pero el capitalismo no es que nos haya lavado el cerebro; nos ha hecho contraer un cuadro psiquiátrico tan agudo que, cuando la gente busca algo a su alrededor merecedor de su censura, no se le ocurre pensar en los contratos basura para hacer trabajos basura, ni tampoco en la vida que se pegan los del club náutico de Jávea, sino en los puestos vitalicios que permiten a los funcionarios trabajar con dignidad. El cuadro psiquiátrico es tan alarmante que, una vez que el socialista Zapatero ha descubierto que el mayor enemigo de su modelo económico “psoeísta” es el intervencionismo estatal, cualquier día veremos a CCOO defender a los trabajadores a base de luchar contra los privilegios de clase del funcionariado. *** Unos chorizos callejeros de los que parasitan a los turistas en la Habana Vieja me explicaban que cuando en Cuba has rechazado tres o cuatro trabajos, empiezas a tener problemas con la policía, la cual, empieza a interesarse sobre cómo te ganas la vida. En todo caso, viendo la multitud de jóvenes que en la Habana Vieja viven sin pegar ni chapa, seguro que tampoco es que la policía se ponga muy pesada. Hay varias cosas raras contenidas en tan amarga aseveración. Resulta que en Cuba te insisten para que trabajes tres o cuatro veces y, si no aceptas, no es que estés en paro, es que te puedes permitir el lujo de vivir haciendo el vago, ya sea esquilmando turistas o vendiendo poemas al mundo capitalista. El caso es que en Cuba no te mueres de hambre ni adrede. En fin, Cuba ha demostrado al mundo que el socialismo puede llegar a ser lo que Paul Lafarge llamó el derecho a la pereza de la humanidad. Hoy, el famoso artículo de Lafarge es mucho más importante y mucho más urgente que cuando fue escrito a principios del siglo XX. El desarrollo tecnológico inusitado que la humanidad tiene en sus manos debería haber provocado una reducción general de la jornada laboral tal que permitiera a los hombres concentrar sus potencialidades en el ocio, la ciencia, el arte, la fiesta o, sencillamente, la vagancia. Pero cuanto más corremos, más tenemos que seguir corriendo, porque la economía capitalista siempre corre más que los hombres que la habitan. Sabemos ya perfectamente –porque los informes ecológicos no dejan lugar a duda- que la objeción definitiva contra el capitalismo es que es un modo de producción que no puede detenerse, que no puede parar, que no puede ralentizarse ni hacer una pausa. Esto no sólo condena a la esclavitud al conjunto de la población mundial, sino que es, además, un suicidio planetario a medio plazo. ¡Y todavía se oye la vieja cantinela de que la gran objeción que es posible verter sobre las economías socialistas es que tienen una tasa baja de crecimiento! Nada puede competir en “crecimiento” con el capitalismo, porque el capitalismo es un sistema en el que progreso está condenado a no servir más que para progresar más al día siguiente. Frente a ello, el socialismo no puede ser sino el derecho que tiene la humanidad de valerse de las ventajas de su desarrollo tecnológico y, sencillamente, sentarse a descansar. Desde el neolítico, la humanidad no ha hecho sino progresar y progresar y, desde el siglo pasado, cada nuevo adelanto técnico ha hecho aumentar la productividad en una progresión geométrica. Con cada vez menos tiempo, se producen cada vez más y más cosas. Cada vez más cosas producidas en menos tiempo, pero la mayor parte de la población mundial vive en la miseria. Y, mientras tanto, la humanidad no sólo no ha ganado tiempo, sino que, de forma general, ha perdido incluso el tiempo para tener hijos, lo que era, desde un punto de vista etnológico algo casi inconcebible.

 *** Hay anécdotas muy significativas capaces de provocar que un universo teórico se desmorone y servir, al tiempo, de palanca para construir nuevas teorías, tal y como ocurrió con ciertas anomalías empíricas del sistema de Ptolomeo que acabaron por poner sobre sus pies el heliocentrismo. Eso pensé cuando, de pronto, me encontré, en el malecón de La Habana, a cinco chorizos haciendo propaganda de la policía cubana. Eso de que los gamberros callejeros defiendan la profesionalidad y buenas maneras de la policía se me reconocerá que no es ni siquiera imaginable en ningún lugar del mundo y, desde luego, en España, es sencillamente absurdo. Y sin embargo es algo que ví con mis propios ojos. Estaba yo, en compañía de algunos de esos parásitos de turistas de la Habana Vieja, contándole a un amigo el caso de dos de los hijos de una colega de la universidad, a los cuales les había ocurrido, en el intervalo de cuatro años, la misma historia con la policía municipal de Madrid. Al primero de ellos, le pararon en la moto por no llevar casco y, para demostrarle el peligro que corría, le propinaron una paliza tan monumental que le rompieron el tabique nasal y alguna costilla. Le llevaron al hospital y, tras varias horas de quirófano y tres días de postoperatorio se lo llevaron de nuevo detenido, acusado de agresión a la policía. En esta ocasión, hubo suerte: una señora del barrio lo había visto todo (incluso había intervenido gritando que “iban a matar al muchacho”, el cual, por cierto, no paraba de gritar ¡que llamaran a la policía!) y aceptó declarar en el juicio, de tal modo que incluso han llegado a indemnizarle con 600 euros, toda una fortuna. Al otro muchacho, hace unas semanas, no se le ocurrió otra cosa que pedirle el número de placa a un policía que le había pedido el carné, en su opinión de muy malas maneras. Le contestaron que si iba de chulo, le llevaron a comisaría, le hincharon a hostias, lo depositaron en el hospital y a la salida lo detuvieron por agresión a la policía. Esto estaba comentándole yo a mi amigo –informándole de paso del caso de un sobrino y varios alumnos míos que habían sido igualmente víctimas de esta práctica policial digamos que rutinaria-, cuando los colegas cubanos irrumpieron muy asombrados en la conversación para decir “que eso era imposible que ocurriera en Cuba”. El caso es que la razón de esta imposibilidad me pareció aún más sorprendente que la aseveración misma: “si un policía hiciera una cosa así se le caería el pelo, pues, en Cuba, los delitos de la policía tienen penas mucho mayores que las de la gente”. Les preguntamos que cómo se podrían probar los malos tratos, sin testigos dispuestos a declarar. “Bueno, los otros policías que estuvieran presentes se ocuparían de denunciar al que lo hiciera”, fue la surrealistamente ingenua respuesta que obtuvimos. Los muchachos que así hablaban no eran precisamente funcionarios del ministerio de propaganda cubano. Todos ellos –excepto uno que quería hacer carrera de guardia de seguridad- habían sido detenidos varias veces, uno de ellos había pasado varios años en la cárcel por intentar secuestrar una lancha, y en sus conversaciones no habían dejado de advertirnos de la tremenda represión que había ahí en Cuba y de la atrocidad de régimen que soportaban. Todos estaban, sin embargo, de acuerdo en que la policía, en Cuba, “no pegaba”: “eso sí, si eres joven, viene un psicólogo y te pone la cabeza como un bombo”. *** Otra anécdota que quizás signifique algo. Conocí a Abel Prieto, el Ministro de Cultura, por casualidad. Había quedado con mi amigo Santiago Alba en un hotel de la Habana Vieja, donde el escritor Howard Zinn tenía un encuentro con intelectuales cubanos. Entré en el hotel, y ví que Santiago estaba hablando con un tipo que resultó ser el ministro. La verdad, viniendo de Europa, y más tras una legislatura del PP, resulta chocante conocer a un ministro por casualidad en el bar de un hotel y comprobar que ahí no había ni escolta, ni guardias, ni vigilancia de ningún tipo. Extraña dictadura, la del peor dictador de América Latina (como dijo Vargas Llosa), en la que los ministros se pasean por ahí sin guardaespaldas. Aprovechando la visita de Howard Zinn, nos invitó a cenar en una casa particular (un pollo asado, por cierto). Lo malo fue que el intérprete que había llevado la rueda de prensa (un muchacho bilingüe de unos 18 años) nos dejó plantados (a nosotros, a Howard Zinn y al Ministro de Cultura, se entiende). Cuando le logramos localizar por teléfono nos informó de que “se había acordado de que era el cumpleaños de su novia”, a lo que el Ministro respondió con una risotada que, “claro, si es así, ya se entiende”, así es que, con tan buenas razones, ni le fusilaron, ni le despidieron, y ni siquiera le regañaron. Hace poco, un alumno mío me contaba por email una anécdota parecida que cito con su permiso: “…decidí cumplimentar el engorro de tener que llevar una carta y unos ‘mandaos’ a un ‘reparto’ del extrarradio: Reparto de Chivás, en Guanabacoa. Casas lindas, muy coquetas, muy humildes, iguales todas. Del taxista, no te cuento… llevaba él más ron en el cuerpo que el coche gasolina. Pruebo con una casa, ahí no es, me atiende un abuelo que nos ofrece un ron, al taxista y a mí. Nos vamos los tres a otra casa, tampoco. Nos vamos los cinco a la siguiente. No hay manera. En la penúltima nos atiende una mujer obesa, negrita. Todos la conocen, normal, … pero el taxista también. Es la ministra de asuntos Exteriores, Isabel Allende. Son de carne y hueso, allá. Busco el coche oficial, los guardaespaldas, los consejeros, las chequeras y los maletines. Tras su consejo diplomático, doy con la dirección”. *** Hay otra cosa que, para un marxista, llama poderosamente la atención en Cuba. Uno tiene ahí la sensación de comprobar en carne y hueso la verdad de una argumentación del Manifiesto comunista que en ocasiones ha sido muy mal interpretada. La estrategia retórica que siguen Marx y Engels en el segundo parágrafo consiste en volver sobre el capitalismo las acusaciones que se vierten sobre los comunistas. ¿Nos acusáis a nosotros, los comunistas, de querer abolir la propiedad privada? Vamos, sois vosotros los que habéis abolido la propiedad privada para las nueve décimas partes de la población. ¿Nos acusáis de querer abolir las patrias y las nacionalidades, vosotros, los dueños de la multinacionales? ¿Nos acusáis de querer abolir la religión, de no respetar a la familia, de pretender igualar al hombre y la mujer? No, son vuestras fábricas las que han hecho imposible la vida familiar, las que han puesto a trabajar a las mujeres, medio desnudas a veces, entre sus padres y hermanos; vosotros, mucho más revolucionarios que nosotros, mucho más revolucionarios incluso de lo que es sensato, habéis puesto a trabajar incluso a los niños, en condiciones brutales y terroristas; en estas condiciones habéis hecho imposible, también, todo comportamiento religioso por parte de la clase obrera, a la cual ya no le queda tiempo de ocio ni para ir a misa los domingos. A esta estrategia retórica de la argumentación de Marx se suma la siguiente aseveración: vuestra labor de destrucción puede llegar a ser, bajo condiciones socialistas de producción, una verdadera fuente de desarrollo humano. En efecto, sería tan criminal defender la forma brutal e inhumana con la que el capitalismo ha acabado con la religión, la moral y la familia, como idiota sería defender, contra el capitalismo, el imperio religioso, la moralidad tradicional, el patriarcado y la familia católica y romana. La forma brutal en la que el capitalismo ha puesto a las mujeres a trabajar anuncia una fuente de desarrollo humano sobre la que el Derecho no debe dar marcha atrás. Los comunistas no vamos a llorar por la destrucción de la familia católica o puritana, por mucho que denunciemos la manera brutal en la que el capitalismo la ha aniquilado. Bajo el socialismo, todo este gigantesco desastre humano que ha causado el capitalismo será una excelente palanca para liberar al hombre de su “ancestral estupidez campesina”, para impedir que siga arrodillándose delante de las vacas, las estatuas de piedra o los obispos de carne y hueso; será un buena ocasión, en suma, para comprobar si el proyecto ilustrado que pretendió construir una ciudadanía mayor de edad tenía o no alguna posibilidad entre los destinos de los hombres. Era de esta forma como el socialismo se aparecía a los ojos de Marx como la base para una nueva y esta vez auténtica Ilustración. Por supuesto que esto exigía, en primer lugar, garantizar la educación y la salud para la totalidad de la población, tal y como se ha logrado en Cuba. Pero, al mismo tiempo, había que caer en la cuenta de que el socialismo podía convertir en “fuente de desarrollo humano” lo que bajo el capitalismo no había sido sino denigración e indigencia. ¿Qué sería una humanidad liberada de los sacerdotes, los clérigos y los predicadores, liberada de las estructuras puritanas, autoritarias y miserables de la familia patriarcal? Para comprobarlo, era necesario liberar, fundamentalmente, el ateísmo y el sexo, en unas condiciones en las que el capitalismo no convirtiera el remedio en peor que la enfermedad. Por supuesto que esto es, precisamente, lo que se ensayó durante toda la revolución sexual y cultural que marcó la segunda parte del siglo XX (bajo unas condiciones proteccionistas de socialismo experimental keynesiano que es verdad que eran el privilegio de tan solo un quince por ciento de la población mundial). Sus conquistas fueron, sin duda, enormes. Pero nunca se llegó institucionalmente a cerrar la boca y los cauces de financiación a la Iglesia, las mafias y sectas religiosas. Pese a que se logró ganar algunas batallas cruciales a la barbarie religiosa católica y presbiteriana, evitando, por ejemplo, que se siguiera practicando la costumbre popular de lapidar o enterrar vivas a las madres solteras y las adúlteras, forzando legislaciones a favor del divorcio, la anticoncepción o el aborto, logrando que se dejara de una vez masturbarse en paz a los adolescentes, amortiguando ese obsceno culto a la castidad y la virginidad que tantos millares y millones de vidas había destrozado, hay que decir que las autoridades religiosas siguieron siempre manteniendo una alta cota de poder en la educación de la ciudadanía y también en cuestiones económicas (ningún Parlamento osaría, por supuesto, probar a legislar contra mafias tan increíble y manifiestamente pervertidas y corrompidas como el OPUS o Comunión y Liberación). A todos estos respectos, el Caribe es, sin duda, un caso muy especial e interesante. Por una parte, tenemos un mosaico de mil sincretismos religiosos revueltos sin concierto alguno. Por otra parte, la familia caribeña, sin duda que por causas que tienen mucho más que ver con el capitalismo y el colonialismo que con el clima, está completamente desintegrada, al menos a los ojos de lo que sería una visión eclesiástica ortodoxa. Creo haber leído estadísticas que computan el 75 % de los hijos caribeños como “ilegítimos”. La cifra no parece exagerada viendo lo raro que es a veces encontrar a un mujer que tenga dos hijos con el mismo hombre (y probablemente viceversa). Ni que decir tiene que todo esto, unido a la miseria, el analfabetismo, el alcoholismo, la drogadicción, la violencia racial y machista, el paro y la delincuencia, componen un panorama de pesadilla en el que resulta difícil creer que sea posible la vida humana. Se trata de una realidad inversa a la que podemos encontrar en otras sociedades marcadas por una pobreza extrema pero vertebradas por una religiosidad estricta y profunda. Por ejemplo, en Egipto la miseria se amortigua siempre con el colchón de una familia extensa muy cohesionada que constituye una especie de auténtico modo de producción en miniatura más o menos parasitario, incardinado en un tejido tribal y colectivo que se ramifica en todas direcciones. En contraste, en el Caribe, y en cierto modo en toda Latinoamérica, la miseria se cierne sobre los hombres y mujeres como si estos no fueran más que individuos, puros individuos desnudos frente a las inclemencias de la historia. Tras haber vivido en El Cairo, por ejemplo, resulta impresionante e increíble la gran cantidad de dramas escalofriantes, inconcebibles, horrorosos, que en Latinoamérica son vividos a título estrictamente privado, sin ninguna proyección pública, tribal o familiar. Ahora bien, esa desintegración del tejido religioso y familiar ¿no podría mostrarse, en efecto, en algún sentido, como “una fuente de desarrollo humano”? Por supuesto que, como ya hemos apuntado, lo que las sociedades que disfrutaron de un estado del bienestar experimentaron al respecto no es para echarlo en saco roto. Pero hay motivos para afirmar que en pocos sitios se han llevado las cosas tan lejos y con tanto éxito como en Cuba. Ahí ha habido una conjunción insólita y única de elementos diversos que no es normal encontrar juntos: el Caribe, el socialismo, una protección estatal del ateísmo, una educación antirracista y antimachista, una población alfabetizada y culta, una profunda cultura del sexo y el erotismo, ajena a todo puritanismo, y, sobre todo, una cartilla de racionamiento y un trabajo asegurado que –ya sea en condiciones extremas- garantiza, en todo caso, la supervivencia individual al margen de todo tejido tribal (la supervivencia de hijos no deseados, etc.) Por supuesto que, faltaría más, en Cuba hay un machismo intolerable, lo mismo que hay todavía mucho racismo (en general, son bastante menos estúpidos que la media entre nosotros, pero casi igual de machistas, es verdad). Hay mucho racismo, pero no con la colaboración del aparato educativo y la complicidad de la publicidad y también del sistema económico, sino en su contra; y desde luego –y a la postre-, el racismo y el machismo están infinitamente más domesticados en Cuba que en el resto del Caribe y Latinoamérica. Pero, al grano: es preciso volver la mirada otra vez hacia, por ejemplo, el tejido social egipcio… ¡De la que se han librado los cubanos, de lo que se libran a diario, gracias a su batiburrillo de sincretismos religiosos, ateísmo y ausencia de vida familiar! Así, a primera vista –tan solo a primera vista-, la sociedad cubana parece formada por una multitud que puede permitirse el lujo de vivir haciendo el vago y transpirando sexo, música, cantos y danzas en todas direcciones. No hay que fiarse de las primeras impresiones, pero tampoco es que éstas sean irrelevantes. La primera impresión que uno tiene en cualquier país asolado por el monoteísmo islámico es la de una criminal separación de sexos, un machismo brutal y terrorista bendecido como moral y políticamente correcto, un racismo nauseabundo, una castración pública y tajante de toda vida sexual y de todo sentido de la fiesta y del cuerpo. Y aún así, por motivos difíciles de explicar en cuatro líneas –pero que, por ejemplo, Santiago Alba ha explicado ya en algunos libros-, comparada con nuestro anoréxico culto al cuerpo sin sudor, sin olor y sin carne ni sangre, producto de la nefasta conjunción de siglos de puritanismo católico-presbiteriano con la fatalidad del imperialismo consumista propio del capitalismo, incapaz de concebir que haya algo fuera del escaparate que no sea asqueroso, resulta que la brutal castración islámica parece casi una perpetua orgía. ¿Cómo comparar a Cuba con todo ese imperio del Islam, la Iglesia y el capital? ¿Cómo no ver que, en efecto, la religión no es, como decía Marx, más que el opio que permite al pueblo soportar sus males, y que ante males mayores como el capitalismo, la humanidad se ha visto obligada a abrazar las más potentes y letales drogas que le brindaba la religión, el catolicismo, el Islam, el evangelismo, en fin, alguna de las formas de monoteísmo baboso, castrante y lobotomizado que durante tantos años y siglos nos ha arrancado la piel a tiras a todos nosotros? ¿Cómo no admirar que Cuba se haya librado de todo eso? ¿Cómo no reconocer que el resultado salta tan empírica y alegremente a la ojos que hiere la vista? Todos sabemos que la cartilla mensual de racionamiento en Cuba no da ni para vivir cinco días. Pero ese mínimo (que ya quisieran en tantas partes del mundo tantos millones de desfavorecidos) parece que es el insignificante detalle que hacía falta para convertir al ateísmo en una fuente de desarrollo humano. Nada como Cuba y su cartilla debería hacer reflexionar tanto a la Ilustración, una Ilustración que, apisonada desde el primer momento por el capitalismo, no pudo liberar al hombre de la superstición más que a fuerza de ponerle en situaciones en las que tuvo siempre motivos más que sobrados para añorar sus supersticiones. ¿Quién iba a pensar que bastaba una birria de cartilla para que la Ilustración tuviera razón? ¿Quién iba a pensar que la tacañería del capital al robar a la humanidad su cartilla, le robaba nada menos que la posibilidad misma de la Ilustración? Judas, al menos, cobró treinta monedas de plata por vender a Jesús; el capitalismo vendió a la humanidad por un cuchara de garbanzos, porque ni siquiera pudo renunciar a hacer negocios con esa cuchara de garbanzos. Así como hay formas de abolir la pena de muerte que hacen que se la eche de menos, hay formas de liberar al hombre de Dios que te hacen añorar hasta a los curas más pederastas. Sólo el capitalismo podía conseguir algo así. Como bien señaló Régis Debray, la mundialización capitalista ha generado, como por una especie de termostato diabólico, una rebelión generalizada de toda suerte de anacronismos localistas, supersticiosos, fundamentalistas, integristas y carismáticos. Pero ahí está Cuba, gracias a Dios, para hacernos recordar lo bien que una sociedad sin capitalismo viviría sin religión, lo natural que es, como la humanidad sabe desde el neolítico, que a los hombres les valga, para ser hombres, con dos cosas: su razón, por una parte, y, por otra, una cohorte más o menos sensata de diosecillos de piedra, de conchas o de semillas con los que poder desplegar sus potencialidades simbólicas y retóricas. Cuba es, en este sentido, un milagro único en la historia: en ella no ha sido necesario inventar ningún tipo de culto al Ser supremo; ni ha sido necesario adorar al padrecito Stalin, ni a Yavéh, ni al Papa, y ni siquiera a ningún Príncipe de Asturias. La desintegración de la familia en Haití, en las interminables barriadas de México DF o en las favelas de Río, deja la personalidad a la intemperie frente al mercado laboral, a cuyo través respira una economía mundo más peligrosa aún que los terremotos y los ciclones. Frente a ello, el proteccionismo familiar de la población de El Cairo, pese a estar incardinado en un tejido religioso y cultural que repugna a la razón, es, sin duda, un mal menor. Pero una “personalidad a la intemperie” con ocio para disfrutar, con trabajo, educación y salud garantizados, no necesita ningún equipaje para llevar al género humano hasta la extraña e imprevista Tierra Prometida de lo que podríamos considerar una ilustración alegre, toda una sorpresa chestertoniana para la humanidad La combinación de protección estatal y caribe ha convertido a Cuba en un lugar idóneo y propicio como ninguno para experimentar la Ilustración y vislumbrar por qué vías circularían las potencialidades humanas si no se lo impidieran la pobreza, la ignorancia y la sumisión religiosa y política. En el tejido de sus barrios, sus cuadras, sus corralas, pueden verse germinar nuevas formas de organización social, nuevas formas de cohesión y solidaridad que al tiempo que van ganando terreno a la familia saben, sin embargo, también, integrarse con ella en un conglomerado social más rico, seguro y libre. Una experiencia vale aquí por mil palabras. Pasé varios días en la azotea de una casa de Centro Habana, uno de esos edificios en los que ha crecido una vivienda en cada hueco, formando un laberinto de casas muy pobres que podríamos considerar chabolas si no fuera porque todas ellas tienen agua corriente, luz, gas, teléfono y servicios. Johny, un experimentado holgazán de casi cuarenta años, al que habíamos conocido defendiendo una postura muy radicalmente anticastrista de la que, no obstante, se había cansado en seguida -por lo que, en adelante solía preferir tumbarse a la sombra y rascarse la barriga exclamando “chachoooo, ¡esto sí que es vida!”-, solía pasarse las mañanas, las tardes y las noches vigilando desde la azotea el ir y venir de las muchachas por la calle. No es que no trabajara. Trabajaba sí, en un grupo de música que de vez en cuando tocaba para turistas en algún sitio y, por tanto, de vez en cuando tenía que ir a ensayar, de lo cual volvía siempre agotado y más bien borracho. El resto del tiempo lo ocupaba con sus chicas y sus palomas, a las que prestaba una atención casi igual de intensa. Sólo en la cuadra de su azotea tenía, al menos –según pude contar- seis hijos e hijas, y alguno más que le perseguía porque, según parece, “se creía que él era su padre”. En cuanto a las madres, dos de ellas vivían en la cuadra y, según comprobé, no habían dejado de divertirse con las ocurrencias de este sujeto que era, bien es verdad, muy simpático. Sentados en esa azotea era difícil aburrirse. Johny conocía a todo el barrio. “Chacho, mira, ahí viene esa mulata, ¡eh, Yamina! ¿subes un rato?” “Mira, mira, ahí viene mi hija con su madre ¡mira cómo parecen hermanas!” Realmente no se sabía si la familia de Johny se extendía a todo el barrio o si es que lo que había era barrio y no familia. Sea como sea, ni sus hijos, ni sus hijas, ni sus novias parecían guardarle ningún rencor. Después de esta actividad incesante consistente en saludar desde la azotea a sus hijos, amantes, mujeres, amigos, vecinos y vecinas, en lo que más invertía su tiempo Johny era en intercambiar palomas con los vecinos, soltando machos para que atrajeran a las hembras y no sé qué otros tejemanejes que le permitían, también, establecer vínculos muy animados y estrechos con las azoteas de los vecinos que también tenían palomar y, desde luego, tiempo libre. Tiempo libre y, por cierto, no mucha hambre, porque para mi sorpresa, resulta que, al contrario de lo que ocurre en El Cairo, luego nadie se come a las palomas, porque “les daría mucha pena”. El caso es que en estas corralas en las que familia y prosmiscuidad se entrecruzan en una permanente aventura, los niños y los muchachos crecen formando pandillas en cuyo interior se consideran casi literalmente como hermanos, siendo, en realidad, como son muchas veces, medio hermanos y probables hermanos del todo. Algo, desde luego muy semejante a lo que podemos encontrar, por ejemplo, en El Cairo, pero con mujeres. Y semejante a lo que podemos encontrar en Río o México DF, pero sin morirse de hambre. Y, por tanto, sin violencia; sin incultura, con seguridad social y con la garantía de poder sobrevivir digna y honradamente, aunque sea muy pobremente. Así pues, todo un hallazgo estructural, del que no se podrían esperar en el futuro más que cosas buenas –sobre todo si los programas estatales antirracistas y feministas logran ser más y más eficaces. Y mientras tanto, hay algo que es impagable: en cada sonrisa de una cubana con tres hijos de distintos hombres con los que jamás se casó, se condensa toda la alegría que se les robó, entre humillaciones, palizas, violaciones y sarcasmos a todos las millones de madres solteras que nuestro catolicismo- presbiteriano enterró en vida por haber perdido a destiempo su virginidad. Ojalá que esas sonrisas fueran como trompetas de Jericó que demolieran el Vaticano y fulminaran de paso a todos sus curas y monjas (excepto a los de la teología de la liberación, por supuesto). La Iglesia, en su increíble cinismo histórico, sólo ha dejado de quemar pecadores y herejes cuando ya no podía seguir negando lo que estos defendían. Incluso ha llegado a pedir perdón por lo bajines respecto a algunos episodios famosos, a propósito, por ejemplo de si el hombre procede del mono o la tierra gira en torno al sol. Pero jamás, jamás, ha pedido perdón a todas las mujeres humilladas por su puritanismo y su defensa de la bestialidad machista, jamás nos ha pedido perdón por habernos robado la infancia y la adolescencia con amenazas, torturas y vejaciones pedófilas. Llama al vómito contemplar ahora a la Iglesia con los brazos cruzados en un mundo como éste, después de que por ejemplo, en los años sesenta, la conferencia episcopal española todavía condenara al infierno a todos los que vieran Lo que el viento se llevó y no se confesaran a la salida. Claro que, pensando en la lógica reciente por la que la Iglesia excomulga a una niña embarazada de doce años mientras el Papa acepta una medalla de Bush, sin encontrar motivo alguno de excomunión en semejante carnicero, se ve claro que nada ha cambiado desde los tiempos en que los obispos clamaban más contra Escarlata O ́hara que contra Franco o la guerra bacteriológica en Corea. *** En muchas cosas ocurre que es precisamente en Cuba, donde consideramos natural que falte lo que creemos que nos define a nosotros, donde, sin embargo, tienen lo que nosotros creemos tener y no tenemos. Así ocurre, en general, como veremos luego, con eso que se llama Estado de Derecho. Así ocurre, también, con otras cosas que creemos patrimonio nuestro, pero que nos da más vergüenza reivindicar abiertamente, como eso a lo que llamamos meritocracia. Resulta que viendo eso de la meritocracia en Cuba uno se da cuenta de que tampoco es una cosa tan mala, lo que pasa es que hay que verla en Cuba para darse cuenta. La idea de que haya algo así como un derecho a la desigualdad en virtud de los méritos, el esfuerzo y la iniciativa personal, se nos presenta siempre como la columna vertebral de las sociedades liberales, mientras que se supone el primer derecho suprimido en los países socialistas. Es muy interesante explicar que no tiene por qué ser así y que de iure podría ser más bien al revés. El socialismo no tiene por qué suprimir el derecho a la desigualdad, ni tiene por qué impedir a nadie progresar más que los demás en virtud de sus méritos, su inteligencia, su iniciativa, su esfuerzo y su trabajo. Lo que el socialismo prohíbe y tiene que prohibir tajantemente es aquella desigualdad que otorga a algunos el derecho a controlar las condiciones en las que los demás pueden ejercitar meritoriamente su inteligencia, su esfuerzo y su trabajo personal. Paradójicamente, esta peculiar desigualdad no tiene nada que ver con la meritocracia, sino que, de hecho, la impide por principio, pues supone que unos controlan las condiciones en las que los otros podrían mostrarse meritorios, suprimiendo la sana competencia de iniciativas privadas. Ni que decir tiene que entre nosotros –que con tanta chulería reivindicamos el derecho a la desigualdad contra la “igualación socialista”- lo que predomina no es el derecho a la desigualdad, sino esa desigualdad que consiste en suprimirlo. No hay casi ninguna posición social en las sociedades europeas que sea imputable al mérito personal. Pretender que Botín gana 10.000 veces más que una cajera de DIA porque ha hecho 10.000 veces más méritos, supongo que todo el mundo entiende que es un jodido sarcasmo. Como cuando Mario Conde dijo eso de que, desde su punto de vista, toda persona que siguiera yendo en metro después de los 20 años era un fracasado. Lo que podría hacer pensar, quizás, que las Koplovich fueron en metro alguna vez cuando aún trabajaban de asistentas y no habían hecho todavía suficientes méritos. Se pueden poner algunos ejemplos en que haya contado algo la iniciativa, el esfuerzo, la inteligencia, el trabajo personal, pero, de hecho, esos casos llaman la atención por excepcionales: la escritora de Harry Potter, por ejemplo. Pero sería idiota intentar averiguar cuántos méritos menos que ella han hecho los pobres diablos que trabajan en los invernaderos de El Ejido. No es que sea imposible contabilizar méritos, no. Puede considerarse que la escritora de Harry Potter tiene más genio, más inteligencia, más iniciativa o lo que sea que otros escritores que, en virtud de sus méritos, no han llegado tan lejos. Pero aquí estamos comparando a gente que está donde está en virtud de sus méritos y lo que ocurre es que no es en virtud de sus méritos (ni de su falta de méritos) por lo que alguien está trabajando en los invernaderos de El Ejido. Y la verdad es que, entre nosotros, casi todo el mundo está en el caso de éste último y no en el de aquellos que pueden cambiar de posición o de estatus en virtud de sus méritos. Vivimos, más bien, en una sociedad en la que lo más normal del mundo es que los doctores en Filosofía o en Química, tras siete u ocho años de escribir una obra para la posteridad de la historia de la ciencia obteniendo el título más alto del mundo académico, estén trabajando como teleoperadores de Wanadoo o en los invernaderos de Almería (yo, al menos, conozco ya a uno de Química y a alguno de Filosofía). En Cuba es muy normal que un médico, un químico o un maestro gane menos que un policía y, desde luego, mucho menos que un botones de la Habana Vieja, pero, hombre, el dinero no lo es todo en el mundo, aunque sea importante, y, además, nada implica que los méritos tengan necesariamente que ser medidos económicamente. Lo normal, lo mínimo en un sistema de “méritos”, es que si una persona hace los méritos para ser médico, pueda luego ser médico (otra cosa es que a los médicos se les pague poco o mucho). Que si una persona hace méritos para ser maestro sea maestro; que si hace méritos para ser químico, pueda ser químico o, cuando menos, profesor de química, y no barrendero o chapero (incluso si éstos ganaran más). Pues bien, esto al menos sí está garantizado en Cuba. Es muy impactante visitar el Instituto Superior del Arte (ISA). Probablemente, se trata del recinto universitario más bello del mundo, como no podía ser menos teniendo en cuenta que se trata del antiguo Club de Golf de la burguesía cubana, un Club tan exquisitamente racista que ni siquiera el dictador Batista (que era medio moreno) tenía permitida la entrada. Hoy está lleno de negros que estudian ahí y de otros negros que son sus profesores, lo que ya de por sí es un motivo de regocijo para la dignidad humana que bien valía unos cuantos fusilados (de entre los que iban antes por ahí). En este recinto, Castro y el Che encargaron a tres de los mejores arquitectos mundiales que “soñaran” unos edificios para la futura escuela de arte de Cuba. Y así lo hicieron, de modo que el resultado sólo es comparable, quizás, a algunas obras de Gaudí. Semejante espacio natural convertido en una obra de arte urbanística, en Europa no habría sido jamás desperdiciado como Universidad. De hecho, algunas multinacionales ya han propuesto adquirirlo e instalar ahí un Cabaret nocturno, para cuando muera Fidel. Pero, puestos a que sea una Universidad, uno se pregunta en seguida quién tendrá el privilegio de poder hacer sus estudios en ese paraíso. ¿Hará falta haber salido en la portada del Hola, ser primo de alguna princesa austriaca o algún borbón, tener una cuenta de más de un millón de euros en el Banco de Santander, un papá rico o famoso, un sello de pijo en el culo? No. Para estudiar en el ISA hace falta: decidir (con tu propia iniciativa) qué obra personal vas a presentar al examen de entrada (una obra de teatro, una composición musical, un baile, etc.); defender los méritos de tu obra ante un tribunal y contestar a sus preguntas y críticas; tener un expediente meritorio en los estudios de bachillerato. Aquí, el papel del Estado consiste en garantizar que no se tendrán en cuenta más que los méritos, la iniciativa, el esfuerzo y el trabajo personal de los concursantes. Pura meritocracia. Los estudios en el ISA, como en cualquier otra Universidad cubana, son enteramente gratuitos. Eso incluye, para gran parte de los alumnos, el hospedaje en la residencia universitaria en régimen de pensión completa. Todo ello forma parte de un sistema en el que, en efecto, se garantiza que todo depende del esfuerzo y la iniciativa del alumno, de sus méritos personales. Es muy interesante advertir que el tema de la comida es en el que se concentran las más duras negociaciones con el Rectorado. Los alumnos del ISA trabajan incansablemente, a veces hasta altas horas de la noche, bailando, haciendo teatro o estudiando. Su gasto de calorías es muy alto. Se quejan a menudo de que tienen hambre o de que necesitan comer más para poder trabajar de noche. Lo que más admirable resulta es hasta qué punto los alumnos del ISA llevan las riendas de su propia formación, encontrando a su disposición las instalaciones y los medios para desenvolver una actividad incansable. En realidad, es curioso que si hubiera que encontrar alguna realidad de este planeta que fuera parecida a la que pintaba Fama, esa serie americana de bailarines en la que todo eran valores liberales y todo dependía del esfuerzo y la iniciativa personal, habría que ir a buscarla, por lo visto, a algún país socialista como Cuba.

 *** No creo que sea posible encontrar en el mundo un sitio en el que la iniciativa personal tenga más peso y eficacia que en Cuba. No se trata de una broma. Lo que pasa es que, para juzgar con calma respecto a esta cuestión, tenemos que desembarazarnos de algunos prejuicios. Hay, por ejemplo, que quitarse de la cabeza la idea de que con su iniciativa privada uno puede llegar a construir grandes imperios. Por el contrario, lo que se construye con la iniciativa privada son cosas bastante modestas y bastantes privadas, y eso es lo que ocurre en Cuba. No se puede pretender, por el contrario, que Georges Soros, Bill Gates, Emilio Botín o Cheney, Rumsfeld o Bush, o Marichalar son lo que son en virtud de su iniciativa privada. Sin duda han tenido iniciativa privada, como todo hijo de vecino, pero si son lo que son no es a base de exprimir su iniciativa, sino a base de avatares, manejos y negocios bastante sucios que podían hacer gracias a estructuras, mafias, instituciones, herencias y gobiernos. Es gracias a estas estructuras, instituciones y gobiernos como algunas personas edifican un imperio, y no gracias a su iniciativa. No creo que Marichalar o Botín o Bush hubieran llegado muy lejos con su pura iniciativa, la verdad. Si como le ocurre al protagonista de la película L ́America, se encontraran de pronto sin papeles y con pinta de moros en una patera camino de El Ejido, supongo que confiarían más en su cuenta corriente que en su iniciativa y si por un avatar onírico del destino resultara que en ningún banco reconocieran ya su firma, tras estrellarse en este perro mundo contra las ofertas de trabajo del Segunda Mano, me temo que no alcanzarían a mucho más con su iniciativa privada que a hacerse una paja. Una cajera de DIA o cualquier gitano del Pozo tiene tanta o probablemente mucha más iniciativa privada que Emilio Botín, lo único que ocurre es que lo que tienen es eso, iniciativa privada, y no un millón de euros. Y es que, en efecto, en este perro mundo capitalista, con la iniciativa privada no te alcanza ni para pajas, que hay veces que ni tiempo te dejan para eso. Los imperios personales no se construyen compitiendo con la iniciativa privada de los demás, sino manejando las condiciones en las que los demás podrían desenvolver su iniciativa. Unos son propietarios de las condiciones para tener iniciativa y otros se tienen que conformar con una iniciativa sin condiciones. Así es como se explica que el ochenta y cinco por ciento de la población no haya ejercitado jamás algo así como la iniciativa privada más que para elegir el color de su coche (punto culminante de toda historia personal entre nosotros, por cuya consecución se invierte normalmente el esfuerzo de una vida laboral que sólo así cobra sentido). Por el contrario, se puede decir que, en estos momentos en los que el sueldo y la cartilla de racionamiento alcanzan muy malamente para vivir, la población cubana depende por entero de su iniciativa privada y se ve, de hecho, compelida a ejercerla ininterrumpidamente, día a día. Es lo que los cubanos llaman “resolver”. “Resolver” es, por ejemplo, nos decía un taxista a sueldo del Estado, ingeniártelas para hacer alguna hora extra para tu propio bolsillo, a cambio, de haber “resuelto” al Estado el problema de la bomba de gasolina del vehículo, que en este caso resultó que era propiedad del taxista en cuestión y no del Estado. Otro taxista nos definió la palabra “resolver” diciendo que era “que todo el mundo se ayuda”. Por ejemplo, a veces a un turista le es muy difícil averiguar quién ha sido el que realmente le ha timado veinte dólares, de tanta gente que espontáneamente y sin previa coordinación ha colaborado en la operación. Sea como sea, el cubano se levanta todas las mañanas pensando en cómo se las va a ingeniar para “resolver” el día. Uno de los procedimientos más extendidos de resolver es robar en el lugar de trabajo. Si alguien trabaja en una fábrica de jabones, se ganará la vida, más que nada, vendiendo jabones de forma particular. Naturalmente, todo esto funciona fuera de la ley. Es verdad que, como suele decirse, en Cuba todo el mundo es de facto un delincuente común. Esto no dice nada bueno del sistema cubano, por supuesto, pero tampoco conviene sacar conclusiones precipitadas sobre el socialismo o sobre el régimen castrista. Esto que ocurre en Cuba ocurre exactamente igual en El Cairo, en Tánger o en México DF; ocurre exactamente igual en cualquier país pobre. O mejor dicho, para nada ocurre “exactamente igual”. La enfermedad es la misma, pero la forma en la que se “resuelve” es muy diferente. En Cuba, todo el mundo roba o “resuelve” aL margen de la ley, y el Estado hace, más más que menos, la vista gorda. En cierto sentido, esta economía informal otorga un carácter mixto a la economía socialista cubana y el Estado sabe que esto es en parte inevitable y en parte incluso imprescindible. Lo que no va a hacer la gente es morirse de hambre, eso está claro. Por supuesto que, en cualquier momento, el Estado puede dejar de hacer la vista gorda si le conviene y aprovecharse de que todo el mundo es delincuente común para encarcelar arbitrariamente a quien tenga decidido, lo que es una ignominia y una perversión política. Es una perversión política intolerable y no deja de serlo porque no ocurra a menudo, pero también hay que señalar que no ocurre a menudo. Casi todo el mundo reconoce que, en realidad, este sistema de robos y estafas en cadena funciona más que nada como un procedimiento de redistribución de riqueza, no tan legal como el mercado entre nosotros, pero bastante menos cruel y bastante menos injusto. El cubano que roba al Estado está, de alguna forma reclamando lo que es suyo y mostrando algo así como una disconformidad sindical y política respecto a los dispositivos de distribución de riqueza. Y muchas veces mete la pata menos que los que planifican la distribución. Es por todo eso por lo que, en general, se puede hacer la vista gorda. Es perfectamente posible, para una economía estatal, hacer la vista gorda, y hacerlo implica incluso reconocer explícitamente que ha habido una mala gestión política en la producción y distribución de riqueza. Muy distinto es el caso de una economía privada en la que precisamente lo que no es posible es hacer la vista gorda, al menos respecto a esas actividades -que son casi todas- que perjudican los intereses privados de empresas o particulares poderosos. Un cubano puede resolverse una vivienda construyéndola de madera en una azotea con espacio libre. Aquí a nadie se le ocurriría ni intentarlo, porque la propiedad privada no tiene la flexibilidad de la propiedad estatal. De este modo, en los países capitalistas, la iniciativa privada, cuando no tiene dinero, se estrella en seguida contra el muro de la propiedad privada. De ahí que, en México DF, en Tánger o en Bogotá la gente esté tan obligada a “resolver” a diario como en La Habana, sólo que allá no puede hacerlo más que a través de la mafia, la extorsión y la violencia, por decirlo así, a punta de pistola. Es verdaderamente chocante la ausencia de violencia en Cuba, casi tan chocante como la ausencia de publicidad en las calles. La otra posibilidad de “resolver” en las sociedades capitalistas, aparte de la violencia, es la mendicidad, otra cosa que tampoco existe en Cuba. El caso es que ese mundo libre de la iniciativa privada que habita siempre en nuestras cabezas, tanto da en 1o de la ESO que en 5o de económicas, es un mundo de productores independientes con acceso a medios de producción propios, que luego intercambian en el mercado sus productos, los productos, por tanto, de su iniciativa personal, de su sudor, su inteligencia y su voluntad inalienable. Ahora bien, ese mundo que se deduce de semejante “modelo liberal”, no tiene absolutamente nada que ver con el nuestro. Ese mundo –con el que comienzan todos los manuales de economía como si tal cosa- no existe más que en algunas excepciones aisladas y marginales, como por ejemplo algunos mercados de indígenas, en economías de pura subsistencia que se pueden permitir, de todos modos, llevar algunos excedentes al mercado. También en Egipto, en los intersticios infracapitalistas de su economía de la miseria. Algo que tiene que ver con eso existe también en Cuba, al amparo de la propiedad estatal. Por supuesto que no es una receta que pueda programarse en serio, ni un sistema, ni un modelo, ni nada, más bien una pura coyuntura muy pintoresca, pero, aún así, es de lo más interesante reparar en que una economía estatalizada de funcionarios robando en su puesto de trabajo produce resultados más parecidos al mito liberal de un sistema productivo basado en la iniciativa privada que los que permite -para el noventa y ocho por ciento de la población- nuestro sistema capitalista. Puede que Cuba no encarne para nada el modelo liberal, pero, al contrario que bajo el capitalismo, al menos tiene que ver con él, pues, aunque sea de una forma formalmente ilegal, el ciudadano medio suele tener más acceso a medios de producción (o de “resolución”) que en nuestro paraíso de la propiedad privada. No, como digo, como efecto de ningún plan político o productivo, sino más bien por el mismo motivo por el que los que trabajan para el Estado suelen llevarse a su casa los bolígrafos y los botes de típex de su oficina, mientras que una cajera de DIA no puede llevarse un paquete de galletas de chocolate para su hijo. Es cierto que el complicado tejido cubano en el que todo el mundo “resuelve a su manera, ha acabado por convertirse en una especie de NEP espontánea a lo caribeño. Muchos opinan que gran parte de esas actividades ilegales o alegales (se dice siempre que en Cuba todo lo que no está expresamente permitido, está prohibido), están ya lo suficientemente asentadas y toleradas como para que mereciera la pena legalizarlas y convertirlas, en efecto, en un aspecto de la política económica oficial. Esa es una de las discusiones en las que se está ventilando ahora el futuro de Cuba. Pero no es el momento de entrar en eso. Lo que quería era sólo llamar la atención sobre el hecho de que el modelo con el que comienzan todos los libros de economía al enfrentar iniciativas privadas en el espacio económico de los recursos escasos, es en realidad una notable descripción de la economía cubana, pero no desde luego de nada que pueda tener que ver ni de lejos con nuestro mercado laboral. *** Algo semejante a lo que venimos diciendo sobre la meritocracia y la iniciativa privada, habría que plantear respecto de eso que llamamos Estado de Derecho, un espinoso asunto sobre el que hay una especie de consenso generalizado: es lo que no hay en Cuba y en cambio sí que hay entre nosotros. En efecto, nadie pretende que en Europa o en USA no haya miseria, violencia, mendicidad, paro, corrupción; una democracia constitucional no tiene por qué ser el Paraíso, basta con que sea el sistema menos malo que probablemente es posible inventar. Así pues, entre el Paraíso y el Derecho, nosotros optamos por el Derecho, sobre todo porque demasiado nos ha escarmentado ya la Historia: sabemos muy bien lo mucho que se parecen al infierno los Paraísos que no están en estado de Derecho. Es cosa poco discutida que en Cuba, por el contrario, hay, como se ha repetido mil veces, buena Salud y buena Educación, pero no Derecho. Ahora bien, es de lo más interesante averiguar cuál es el criterio que utilizamos para juzgar sobre estas cosas. Una vez que sabemos que no lo hay en Cuba (y sí entre nosotros) sólo resta saber qué es eso del Estado de Derecho.

Supongo que todos estaremos de acuerdo en que no basta con que la Constitución diga que hay Estado de Derecho para que admitamos que, en efecto, lo hay. Fundamentalmente, decimos que una sociedad está en Estado de Derecho cuando en ella hay una división de poderes, es decir, cuando el poder que legisla, el poder que juzga y el poder que gobierna son independientes entre sí, de modo que, por ejemplo, el gobierno puede ser llevado a los tribunales para ser juzgado con arreglo a unas leyes que no han hecho ni jueces ni gobernantes. Pero esto es una cosa que decimos, igual que puede decirlo la Constitución. Lo difícil no es estar más o menos de acuerdo con esa definición. Lo difícil es averiguar lo que ponemos en juego para distinguir una sociedad que dice estar en estado de Derecho, de una sociedad que efectivamente lo esté. Así por ejemplo, en el 17 de abril de 1989, Pinochet declaró que Chile ya estaba lo suficientemente maduro para volver a ser un Estado de Derecho, que él ya había matado a suficientes marxistas, comunistas e izquierdistas y, que, por tanto, ya podían convocarse elecciones sin peligro de que ganaran las izquierdas, aunque, desde luego – advirtió-, “si gana una opción de izquierdas o se toca a uno solo de mis hombres, se acabó el Estado de Derecho”. El 17 de abril de 1989, por tanto, los medios de todo el planeta celebraron la vuelta de Chile a la democracia. Y, desde entonces, ha habido democracia y Estado de Derecho en Chile, ya que, puesto que no ha ganado las elecciones ninguna opción de izquierdas, no ha sido necesario volver a dar un golpe de Estado. En 1990 ganó Patricio Alwyn, un antiguo golpista democristiano y, cuando han ganado los socialistas, han seguido, como si tal cosa, haciendo lo que mandaba el FMI, porque durante los dieciséis años de dictadura ya aprendieron eso de que quien manda, manda, y que si no, ya se sabe, “se acabó el Estado de Derecho”. El caso es que, puesto que se celebran elecciones y no ganan las izquierdas y por tanto no hay golpes de Estado, podemos decir que en Chile hay Estado de Derecho. Lo mismo ocurre en Colombia: durante estas últimas décadas, los paramilitares se han ocupado de matar a tiempo –a veces “justo a tiempo”, el día antes- a todos los que siendo de izquierdas podían ganar las elecciones, de modo que luego los comicios electorales se han podido celebrar sin sacar los tanques a la calle, a causa de lo cual podemos decir en nuestra prensa democrática que Colombia es una democracia y está más o menos en Estado de Derecho (al contrario, ya se sabe, que Cuba). En Haití dejó de haber Estado de Derecho en 1990, a causa de que, por abrumadora mayoría, había ganado las elecciones el peligroso cura izquierdista Aristide, que amenazó en seguida con subir el salario mínimo 20 centavos, por lo que, ante semejante fallo del sistema democrático, se hizo necesario dar un golpe de Estado, implantar una dictadura y matar a varios miles de personas, entre torturas horrorosas; como resulta que no se mató a los suficientes, en el 2000 volvió a ganar las elecciones Aristide, por lo que se hizo necesario otro golpe de Estado en julio de 2001, que, como fracasó, hizo necesario otro más, en diciembre de 2001, que fracasó también, por lo que se recurrió a bloquear todas las ayudas de Banco Interamericano de Desarrollo y todos los créditos del FMI, hundiendo la economía haitiana en un abismo sin fondo, y así hasta el golpe de Estado de este año 2004, que ha triunfado por fin, con la complicidad, por cierto de toda Europa; en cuanto se haya matado a todos los que tengan el propósito electoral de subir el salario mínimo de las Alpha Industries, en Haití se podrá restaurar, sin riesgo, el Estado de Derecho. La historia de Latinoamérica está plagada de casos así. Pero, los paladines de la democracia y las libertades, como Mario Vargas Llosa, no ven nada raro en todo esto. Sin ir más lejos, aunque Chávez ganó en cuatro años ocho consultas electorales, a sus ojos y los de nuestra prensa democrática no ha cabido duda, en todo este tiempo, de que es un dictador -ya que es de izquierdas. Si hubiera triunfado el golpe “cívico-militar” del 2002, si se hubiera asesinado a Chávez y se hubieran exterminado a unas cuantas decenas de miles de bolivarianos, de modo que ya no se corrieran riesgos electorales, no cabe duda de que a los ojos de nuestros bienaventurados medios de comunicación se habría dejado a Venezuela bien madurita para la democracia y la división de poderes. De hecho, como se recordará, el golpe de Estado de abril del 2002 que colocó por 24 horas al jefe de la patronal en el poder, fue celebrado por El País, El mundo y todos las televisiones españolas y europeas como una “tranquila” “restauración de la democracia”.

Cuento todo esto que siempre suelo contar para que se vea que con semejantes criterios no hay manera de averiguar si las sociedades que dicen estar en Estado de Derecho realmente lo están, de modo que habrá que poner manos a la obra para buscar otro criterio, al menos si no queremos estar hablando por hablar (aunque bien es verdad que es una actividad bastante bien pagada en el Grupo PRISA, en tanto resulte eficaz para impedir que se hable de lo que hay que hablar). En España, por ejemplo, la última vez que ganó una opción electoral lo suficientemente de izquierdas como para molestar un poco a los Botín y los March, fue en 1936, y el desliz se pagó tan caro como todos sabemos. Lo mismo pasó en Grecia (1967). Y en Italia no pasó, porque EEUU ya se encargó de advertir que como pasara invadirían el país. Uno no se puede cansar de repetir que, en toda la historia del siglo XX no ha habido ni una sola vez en que una opción electoral de izquierdas haya podido intervenir en los asuntos del capital sin que el experimento no haya sido corregido por un pinochetazo. Así ha sido nuestro tan cacareado Estado de Derecho: un Estado de Derecho en el que las izquierdas jamás han tenido derecho a ganar las elecciones. Las izquierdas han tenido derecho -como lo tienen, por ejemplo, hoy día en toda Europa- a intentar ganar las elecciones, eso sí. Pero no a ganarlas, porque entonces se monta la de Dios y “se acabó el Estado de Derecho”. Esto es una cosa que la historia del siglo XX ha grabado en el alma de los votantes con sangre y con fuego: si se quiere que haya democracia y Estado de Derecho, hay que votar a las derechas. También se puede votar a las izquierdas que hagan políticas de derechas. Pero no a las izquierdas que hagan políticas de izquierdas. Así pues, no es que las izquierdas de izquierda se hayan empeñado en ser revolucionarias. De ninguna manera. Es que no se les ha dejado, jamás, otra opción. La opción no ha sido nunca, o Castro o Allende, la opción ha sido o Castro vivo o Allende muerto. Mirando el siglo XX a lo largo, resulta que a lo que hemos llamado Estado de Derecho no es exactamente a lo que antes definimos como tal, sino más bien a ese paréntesis entre dos golpes de Estado en el que el capital se puede permitir convocar elecciones porque no hay posibilidad de que ganen las izquierdas (suficientemente diezmadas en el golpe anterior: así por ejemplo, en España, para poder gozar de 25 años de democracia que llevamos por ahora, tuvimos que tener 40 de dictadura para purgar las malas hierbas). Así pues, es de lo más interesante investigar qué diablos es lo que estamos diciendo cuando decimos que en España hay Estado de Derecho y en Cuba no. Porque, en efecto, algo decimos, de todos modos. ¿En dónde reside la fuente de las evidencias empíricas que convierten a los países europeos en Estados de Derecho y a Cuba, en cambio, no? Para dar con alguna evidencia empírica, pensemos, por ejemplo, en lugar de en Vargas Llosa, en ciertos izquierdistas, críticos del castrismo como el que más: “yo, en Cuba, estaría en la cárcel”, suelen argumentar. Yo no estaría tan seguro, pero, vete a saber. Lo interesante, sin embargo, es empezar por reflexionar por qué no están en la cárcel en España y por qué sí lo habrían estado en el Chile de Pinochet. ¿Será porque Chile era una dictadura y España no lo es? ¿O no será más bien al revés, invirtiendo causas y efectos? ¿No será que Chile fue una dictadura porque había que meter en la cárcel a cierta gente? ¿No será que para impedir que las izquierdistas ganaran las elecciones, era necesario que Chile fuera una dictadura y España, en cambio, donde las izquierdas no pueden ganarlas o son tan de derechas como la derecha, no es necesario recurrir a métodos tan contundentes? ¿Para qué meter en la cárcel a los cuatro imbéciles de izquierdas que quedan por ahí haciendo el payaso en Internet? Supongo que se advierte que es muy distinto plantear las cosas de una manera que de otra. En nuestros benditos Estados de Derecho no se nos mete en la cárcel no porque sean Estados de Derecho, sino porque somos inofensivos. Si algún día dejáramos de serlo, se nos arrancaría la piel a tiras. Bastaría con que tuviéramos alguna posibilidad de ganar las elecciones y cumplir, por ejemplo, con nuestra promesa electoral de nacionalizar la banca, para que acabáramos enterrados en cal viva (y no sólo nosotros sino todos los que tuvieran cara de querer subir un centavo el salario mínimo, que así se empieza y no se sabe cómo se acaba). Si aquí no se mete en la cárcel a ese tal Fulano de tal que siendo tan izquierdista está tan convencido de que “en la dictadura castrista” estaría en la cárcel, seguro que no es porque en España haya libertad de expresión, sino porque seguro que ese Fulano de tal no tiene aquí ninguna posibilidad de hacerse oír ni de influir en nada que tenga importancia. Si un directivo loco pusiera en las manos de ese Fulano la sección de economía del Telediario, le despedirían al día siguiente. Y si entonces bajara un dios de los cielos para hacerle director vitalicio de los Informativos, y él pretendiera seguir siendo tan izquierdista como siempre había sido en esta bendita democracia, a las veinticuatro horas le habrían pegado un tiro en la nuca. Pero nunca es necesario llegar a esos extremos. Normalmente ni siquiera es necesaria la censura. Pero no porque haya libertad de expresión, no. Nadie niega que haya libertad de expresión, pero si no hay censura no es porque haya libertad de expresión: es, más bien, porque todos los periodistas a los que habría que censurar (con la consiguiente merma de la libertad de expresión) están en el puto paro. Es como una vez que me decía un periodista de El País que a él jamás le habían censurado ni le habían llamado de dirección para indicarle lo que tenía que decir. Resultará increíble, pero ni por un momento se le pasaba por la cabeza que era precisamente por eso, por lo muy espontáneamente que su libertad de expresión encajaba con la línea editorial de El País (que ni había que llamarle la atención, oye), por lo que había sido contratado y por lo que no se le ponía de patitas en la calle. Más cómicos aún son los periodistas en paro que siguen creyendo en la libertad de expresión porque nada ni nadie les impide decir lo que quieran en la página web que leen sus amigos. ¿Alguna vez nos hemos preguntado en serio por qué en las democracias europeas o en los EEUU no hay (casi) presos políticos? No hay presos políticos no porque haya libertades políticas, sino porque la política no tiene la menor posibilidad de intervenir en el curso de la realidad. Vivimos en una sociedad hasta tal punto chantajeada por sus estructuras económicas, que se puede permitir el lujo de ser todo lo democrática que quiera, ya que, de todos modos, ninguna intervención democrática tiene ninguna posibilidad de prosperar. Ahí donde la palabra no tiene ninguna posibilidad de intervenir en el curso de las cosas, ¿por qué no decretar la libertad de expresión más absoluta? Ahí donde las asociaciones que no tengan un millón de euros de capital son absolutamente impotentes, ¿por qué no decretar la libertad de asociación y de reunión, el pluripartidismo y su puta madre? Está bien eso de decretar la libertad de prensa en una sociedad como ésta; al noventa y cinco por ciento de los ciudadanos nos tranquiliza de la hostia saber que si tuviéramos tanto dinero como Polanco nada nos impediría decir lo que nos diera la gana en El País o en El Mundo o en El AntiGlobo que decidiéramos fundar. ¿Pero de veras creemos que es así? ¿De verdad pensamos que si tuviéramos tanto dinero como Polanco podríamos ser comunistas en un medio de comunicación que no fuera irrelevante? ¡Vamos, hombre, nada de eso! Si eso fuera así, si los comunistas pudieran tener un imperio mediático (porque, por ejemplo, Georges Soros hubiera tenido el capricho de nombrarles herederos), se prohibiría la libertad de prensa de inmediato, se metería en la cárcel a todos los que abrieran la boca y se les arrancaría con alicates las uñas de los pies. Nunca ha sido de otra forma; eso es lo que ha ocurrido sin excepción cada vez que la izquierda ha tenido, además de la libertad de palabra, la posibilidad de hacerse oír. Perra vida ésta en la que nunca ha habido libertades políticas más que bajo la condición de que esas libertades fueran impotentes. En Cuba, por ejemplo, hay, eso es verdad, pocas libertades políticas. Es obvio por qué es así: porque en Cuba las libertades políticas no serían impotentes; por el contrario tendrían unos efectos espectaculares y algunos de ellos, por cierto –como suele pasar en los países en guerra y Cuba lo está-, corrosivos y suicidas. Así pues, conviene ordenar la cuestión para ver cómo se pueden hacer las comparaciones de manera que tengan sentido. Mientras no se haga este esfuerzo, todas las conversaciones y discusiones sobre Cuba están destinadas a dar vueltas sobre tópicos, estupideces y supercherías. Lo que se suele decir es que en los  países capitalistas, así de media, hay muchas libertades (y poca Sanidad y Educación), mientras que en Cuba hay mucha Sanidad y Educación, pero pocas libertades. Pues no, se trata de una simetría mal montada. Lo que tenemos, por un lado, es que, bajo el capitalismo, hay muchas libertades porque el capitalismo mismo garantiza que no será posible hacer nada de importancia con ellas: las libertades no cotizan en Bolsa y, por tanto, el Ministro de Economía no tiene por qué tenerlas muy en cuenta a la hora de explicar al consejo de ministros lo que se puede y no se puede hacer. Y, por el otro lado, en Cuba, hay pocas libertades porque incluso las pocas que hay tienen efectos muy relevantes de los que sería largo hablar. Pero que conste que no hemos entrado para nada en el tema de si en Cuba hay o no algo parecido a un Estado de Derecho y que soy muy consciente de ello. Me limito a señalar que, si no queremos decir tonterías, a la hora de explicar por qué no hay Estado de Derecho en Cuba conviene que dejemos claro qué es lo que estamos diciendo cuando decimos que sí lo hay, por ejemplo, en España. O mejor, la cuestión resulta aún más llamativa en abstracto: ¿cómo consideramos que una realidad social está “en Estado de Derecho”? ¿Qué entendemos por eso? Existen, al menos, dos posibilidades: Una. Constatando que se da una coincidencia entre la realidad y el Derecho que es obra del Derecho. (Las cosas “pasan así” porque el derecho exige que pasen así) Dos. Constatando que se da una coincidencia entre la realidad y el Derecho que es obra de la realidad. (Las cosas “pasan así” y a veces coinciden con lo que exige el Derecho y a veces no, así es que, a la parte en la que se da la coincidencia, la llamamos Estado de Derecho y a la otra la consideramos, por ejemplo, en “vías de desarrollo o de madurez”) Es importante reparar en el hecho de que sólo la primera posibilidad tiene algo que ver con lo que la Ilustración llamó Estado de Derecho. Y lo más importante es reparar en que nosotros, los que decimos que representamos la punta de lanza del Estado de Derecho en este mundo, desde Bush y Aznar a Uribe y Blair, consistimos en estar siempre en la posibilidad Dos y decir que estamos en la Uno. Esta es nuestra gran mentira, en la que colaboran a diario todos nuestros periodistas (que no están en paro) y la mayor parte de nuestros intelectuales. La cosa se entenderá rápidamente con un ejemplo. Uno puede hacer un recorrido turístico por los barrios residenciales del norte de Madrid, sin sentir en ningún momento que el curso de las cosas se estrelle o se dé de bofetadas contra el Derecho. Son barrios habitados por gente culta y de clase media alta o alta a secas; en ellos nadie encuentra ningún motivo para violar la ley si por violar la ley se entienden cosas como robar en un supermercado, atracar un banco, trapichear con heroína, en fin, ese tipo de cosas por el que la gente acaba en la cárce. En estos barrios, los policías son unos señores que, más que nada, cuando se te pierde el niño te lo traen de la mano con una piruleta para que no llore. Los policías son la instancia que vela por esa milagrosa coincidencia entre cotidianeidad y derecho a la que llamamos ciudadanía. Es en sitios así donde se respira eso a lo que llamamos “Estado de Derecho”; la mejor prueba de ello es que todo el mundo tiene la sensación de que la Ley no está ahí para reprimir su libertad, sino para garantizar sus derechos. Las cosas se mueven con arreglo a derecho, y el derecho se lleva bien con el moverse de las cosas, de tal modo que no tiene que estar todo el tiempo vigilando, reprimiendo, castigando, disciplinando, regañando, interviniendo, en fin, en los asuntos humanos. ¿Cómo no considerar entonces que esos “asuntos humanos” han alcanzado un estatus al que hay que llamar, como quiso siempre el pensamiento ilustrado, mayoría de edad, madurez ciudadana, civilización e Ilustración? Más o menos, el 15 % de la población mundial es mayor de edad en este sentido. Se trata de un 15 % para el que el curso de sus asuntos no entra en conflicto, sino todo lo contrario, con las exigencias de la razón y del derecho.

Ahora bien, lo verdaderamente ilustrado sería que esta coincidencia entre realidad y derecho se debiera a la capacidad del derecho para actuar sobre la realidad, para educar y enderezar el curso de los asuntos humanos y que, por tanto, el milagro por el que en La Moraleja nadie atraca bancos ni trafica con heroína ni roba en los supermercados (ni los policías pegan palizas si no que llevan piruletas), que todo eso se debiera a la exquisita educación racional de sus ciudadanos o a las virtudes incontestables del régimen político español, y no, como es obvio, a que es absurdo robar un banco del que eres propietario o dar instrucciones a tu criada para que te robe el desodorante al hacer la compra en el supermercado. En La Moraleja, la realidad y el derecho coinciden por la sencilla razón de que ahí no hay motivo alguno para violar la ley. Es una tontería robar cuando te puedes permitir el lujo de pagar. Pero, claro, sería chocante que los vecinos de La Moraleja argumentaran que si a los vecinos de San Blas o del Piti se les suele pillar más a menudo que a ellos robando coches y atracando bancos es porque han recibido peor educación o porque han asumido más torpemente las virtudes de la división de poderes plasmada en el ordenamiento constitucional español. Sin embargo, por ridículo que resulte ese argumento es exactamente el mismo que utilizamos para considerar que los países europeos o los EEUU están en Estado de Derecho. Es, sin duda, cierto que, entre nosotros, el curso de la realidad no viola demasiado las exigencias de la ley. Pero eso no ocurre en absoluto porque la ley haya encontrado, a través de nuestros inigualables ordenamientos constitucionales, procedimientos adultos y liberales para hacerse respetar y obedecer, sino porque, en una situación económicamente bastante privilegiada, la realidad no tiene mucha necesidad de contradecir lo exigido legalmente. Es el curso de la realidad ─tres siglos de colonialismo, dos guerras mundiales, instituciones económicas y militares tan poderosas como el Banco Mundial o la OTAN, etc.─ el que nos ha puesto en la situación de una casual coincidencia con las exigencias racionales; en absoluto se ha debido a un procedimiento exitoso de la razón o a la eficacia de un modelo político recomendable. Si tuviéramos que explicar a un ama de casa venezolana cómo se llega a ser ciudadana de la Moraleja, o del Estado de Derecho, sería absurdo proponerle un estudio concienzudo de las Constituciones europeas. En la Moraleja, simplemente, se nace con menos ganas de violar la ley que en un suburbio de Caracas. O al menos, se tienen muchas menos posibilidades de que el arte de ganarse el pan de cada día entre en conflicto con el Derecho, es decir, con la policía. Tras la guerra del Golfo de 1991, Arabia Saudí entregó a Egipto, en concepto de “ayuda humanitaria”, un millón de coranes. Era obvio: si los egipcios querían ser tan ricos como los sauditas, lo que tenían que hacer era respetar tanto como ellos los preceptos del Islam, así es que, en lugar de mandarles pan o petróleo, les mandaron coranes. Igualito igualito es lo que hacemos nosotros cuando nos paseamos por el mundo dando lecciones de Democracia y Estado de Derecho desde nuestras tribunas de opinión. Si los habitantes de las favelas de Río y de los suburbios de Bogotá quieren sentirse ciudadanos, si quieren sentir tan vivamente como si estuvieran en La Moraleja que la policía está ahí para proteger los derechos de la gente y para traer a casa a los niños que se pierden en los centros comerciales, lo que tienen que hacer es aprender de nuestros sistemas constitucionales. ¡No de nuestra historia de genocidios, matanzas y expolios, no! ¡No de nuestros privilegios económicos! ¡De nuestras constituciones, que dan un resultado bárbaro, y gracias a las cuales no cabe duda de que somos todo lo que somos! Es repugnante la manera en que, en una especie de ritual supersticioso, celebramos todos los días como obra del Derecho lo que en realidad nos han regalado el Mercado y la Historia. Repugnante, pero eficaz. Porque así, utilizando esa misma confusión, podemos recomendar a los demás que, si quieren Derecho, dejen pasar a la Historia y obrar al Mercado. Así es este mundo, en el que el Estado de Derecho no lo trae el Derecho, sino el capital. Flexibilizar el mundo para las necesidades del capital tiene que ser, forzosamente, la mejor manera de extender el Derecho. No importa que toda la historia del siglo XX haya demostrado lo contrario. Los capitalistas de los países capitalistas no se llevan mal con el Derecho, viven en Estado de Derecho, como prueba el hecho de que nunca van a parar a la cárcel. Es más, cuanto más capitalista eres, menos problemas tienes con el Derecho ¿o alguien se imagina a Georges Soros atracando un estanco? Claro que a algunos se nos ocurren siempre maneras de exprimir el Derecho mediante el desarrollo legislativo de ciertos artículos capaces de meter en la cárcel a gente como ésa; pero no hay cuidado, no estamos a punto de ganar las elecciones y si lo estuviéramos, sería tonto pensar que serían ellos y no nosotros los primeros en visitar la cárcel. En tales condiciones, extender el capitalismo o extender el Derecho es prácticamente lo mismo, y si en el reparto final, algunos países en Estado de Derecho, como, por ejemplo, Guatemala, acaban siendo pobres como ratas, pues será, por tanto, porque no tenían derecho a ser ricos. Quizás les faltó iniciativa, trabajo, ahorro, quizás fue debido a la corrupción, o quizás esas gentes no se estudiaron bien nuestros ordenamientos constitucionales y cometieron algún fallo al aplicarlos. ¡Así razona hasta sus ultimas consecuencias una intelectualidad que ha sido capaz nada menos que de soportar a un Rorty! La cruda verdad es que como nuestra sociedad “en estado de derecho” no ha sido obra ni de la razón ni de la ley, es inútil pretender extenderla por el mundo a base de leyes y de razones. Sin embargo, igual que los pastores de Belén debieron sentirse la mar de satisfechos al contemplar que la razón y la carne – según dicen- coincidían en un recién nacido (cuando pasó eso de que “el logos se hizo carne” que contaba San Juan), la satisfacción que nos produce a nosotros asistir a ese milagro sin igual de la democracia constitucional y la división de poderes, la enorme satisfacción que nos produce el contemplar cómo, día tras día, el curso cotidiano de las cosas y las exigencias del derecho coinciden en La Moraleja, en el Club de Golf del Pardo y en la punta de la polla de Emilio Botín, toda esa satisfacción ante tamaña buena nueva, nos empuja a predicarla por el mundo, cantando las alabanzas de la democracia y la libertad. Resulta un poco ingenuo pensar que eso vaya a levantar las monedas de Argentina, México, Egipto o Senegal, pero qué más da. Nosotros a lo nuestro: mientras se predica en el desierto la buena nueva, lo que efectivamente hacemos es cerrar las fronteras, legislar extranjerías, edificar murallas y fortalezas en las que conservar inmaculada nuestra feliz coincidencia con las exigencias del Derecho. Puesto que es en La Moraleja y no en San Blas o en Getafe donde coinciden de natural la realidad y el derecho, lo lógico es preservar ese bendito lugar de toda contaminación exterior. De este modo, La Moraleja que representa el 15 % de la población mundial se ha encerrado en una fortaleza inexpugnable, a la espera de que los 4.000 millones de personas que, en el exterior, subsisten con menos de dos dólares diarios, terminen de estudiarse la Constitución y aprendan a ser ciudadanos mayores de edad respetuosos de la división de poderes, la libertad de expresión, el pluripartidismo y todo eso. Aunque Oriana Fallaci ya nos ha advertido que esa gente, por mucho que estudie, no tiene remedio… Quizás algún día haya que seguir su consejo (y el de Gabriel Albiac), convertir al 80 % del planeta en un campo de exterminio y gasear a toda esa gentuza. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta las proporciones de la tarea, sale más barato encerrarnos nosotros en La Moraleja y gasear el resto del planeta que llenarlo todo de prisiones y cámaras de gas. La verdad es que la tarea hace ya tiempo que se inició utilizando el arma de destrucción masiva más potente que haya conocido la humanidad: la economía capitalista. Hace ya mucho tiempo que –sin necesidad de leer a Hannah Arendt- dejó de ser un misterio cómo fue eso de que la población alemana conviviera normalmente con Auschwitz , sin hacerse demasiadas preguntas o sin que aflorara escrúpulo alguno que turbara su conciencia ciudadana: probablemente había, entre ellos, periodistas parecidos a los nuestros e intelectuales que cumplían el mismo papel que la plantilla de PRISA. Si esto es posible, nada tiene de extraño que fuera posible aquello. El que haya una coincidencia entre cómo van las cosas y cómo exige el derecho que vayan no indica para nada que la cosa en cuestión esté en “estado de derecho”. Para que haya Estado de Derecho hace falta que las cosas estén en “estado de derecho” por obra del derecho (y no, por ejemplo, a consecuencia de haber construido un club de golf sobre el campo de una sangrienta batalla). A causa de todas las carnicerías de la historia, se han venido a constituir algunos recintos tan privilegiados que en ellos no queda ya motivo alguno para meterse en líos con la Ley, de tal modo que, siendo la Ley casi superflua no hay ningún problema en configurarla según todas las florituras de la división de poderes, las libertades, la seguridad jurídica y todo el resto de la cantinela. Pero, para que haya derecho a llamar Estado de Derecho a una realidad política, hace falta algo más; hace falta que el sistema político consista, precisamente, en conferir a las leyes la capacidad de modificar, influir o coartar el curso de las cosas. Y no vale decir, cada vez que el curso de las cosas coincide con lo que dicen las leyes que es porque las leyes han obrado o legislado así. En las condiciones capitalistas de producción el gobierno no está atado de pies y manos por la legislación vigente (como exigiría una sana mentalidad ilustrada que, además, remitiría esa legislación, en último término y a través de tribunales competentes, a la Declaración de los Derechos del Hombre); más bien está vendido e hipotecado de por vida a las necesidades de un sistema económico que respira a sus espaldas según designios propios, enfriándose y calentándose según ritmos febriles para los que no hay medicina política, para los que –como dicen siempre en Chicago- la política es muchas veces peor remedio que la propia enfermedad. En esas condiciones el poder económico es el que decide sobre el curso de las cosas y no lo hace precisamente consultando a políticos y jueces, sino, más bien al contrario, haciéndose consultar por ellos sobre el margen de actuación que les queda. El bienintencionado gobierno de Zapatero, por ejemplo, no ha podido aún ni bajar el IVA de los libros de texto y si logra legislar sobre el matrimonio de los homosexuales, será sólo en la medida en que el ministro de economía certifique que eso no será malo para la Bolsa. Resulta patético, pero de lo más esclarecedor, comprobar cómo algunas promesas electorales que parecían anecdóticas han sido ya declaradas imposibles de cumplir por el Ministro de Economía. Nuestro flamante Parlamento, nuestro poderoso gobierno constitucional, democrático y de derecho, respaldado por la soberanía popular y con el tajante veredicto de las urnas aún caliente ¡no ha podido reducir de doce a ocho el número de domingos que abren las Grandes Superficies Comerciales! Según parece, aunque eso sería obviamente muy bueno para los pequeños comerciantes que han hecho esa reivindicación (y a los que se les prometió contemplarla a cambio de su voto) y aunque nadie puede creer que eso fuera terrible para unas Multinacionales forradas hasta los dientes, Solbes ya ha advertido que sería muy malo para la Economía . Más claro el agua. Lo mismo pasó con el intento de reformar el impuesto sobre las plusvalías. ¿Y alguien espera alguna Ley que aborde de cara el problema de la vivienda? ¿Sería posible –no digo si conveniente o no, digo si sería posible- una Ley que expropiara todas las segundas viviendas, o al menos las terceras, o al menos las quintas? ¿O que, al menos, obligara a venderlas a un precio justo consensuado en un Parlamento? No, el ministerio de economía dicta lo que es posible y lo que no. Un precio justo tendría que ser un precio legislado y eso es incompatible con los precios de mercado que son la salud de nuestro sistema económico. Ya se ha dicho que, en el asunto de la vivienda, habrá que jugar con el difícil equilibrio de la oferta y la demanda. Quizás, por ejemplo, si se suben las hipotecas, haya menos demanda y bajen los precios… o algo de ese tipo. Dos palabras, aún, para evitar posibles equívocos, que ya me sé lo que alguno estará pensando. Lo que no estoy pretendiendo decir es algo así como “¿que en Cuba no hay Estado de Derecho? ¿y dónde hay Estado de Derecho?”. No es que esté mal esa línea argumental, pero no es la que viene al caso. Estoy, más bien, intentando llamar la atención sobre el tipo de experimento teórico que sería pertinente para juzgar cuándo una realidad está en Estado de Derecho y cuándo no. Lo que no vale es pasearse por el mundo como hacen nuestros periodistas y comentaristas políticos plantando la medalla del Estado de Derecho, por una parte, a todas las realidades lo suficientemente privilegiadas para no tener que darse de bofetadas con la ley y, por otra parte, a todos los rincones del planeta en los que las libertades políticas son tan impotentes que ni siquiera hace falta reprimirlas. El experimento correcto para decidir sobre el nivel de Derecho en el que está una realidad social tiene que venir a preguntarse si las cosas estarían en otro estado sin el concurso del Derecho. Haría falta, en suma, algún experimento que pudiera mostrarnos en qué medida la Ley ha sido algo más que un papel mojado, en qué medida, en efecto, ha sido un límite del poder ejecutivo y un modelo capaz de conformar la realidad y corregir el curso histórico de las cosas. Cuba es uno de esos experimentos. Una de las cosas que más llama la atención en Cuba es hasta qué punto –para nosotros insospechado- las leyes son ahí responsables de cómo van las cosas. No hay problema que en Cuba no pudieran remediar las leyes. Es precisamente por esa responsabilidad de la ley en la marcha de las cosas por lo que hay a quienes Cuba les parece una dictadura. Eso ocurre porque nosotros estamos acostumbrados a que la realidad coincida con la ley no por eficacia de la ley, sino por privilegio de la realidad. Es por lo que nosotros tampoco solemos pensar que las malas leyes sean responsables de cómo nos van las cosas y solemos confiar más en otros indicadores, como el estado de la Bolsa o el índice de inflación. No reconocemos ni certificamos un “estado de derecho” más que ahí donde el Derecho es superfluo. Lo mismo pasa con la Política. No reconocemos que haya libertades políticas más que ahí donde la política es impotente. De lo contrario, la política nos parece sospechosa, y su misteriosa eficacia síntoma de oscuras posibilidades totalitarias. Nos negamos a ver que la eficacia de la política (es verdad que característica del fascismo y el totalitarismo, pero, precisamente, porque el fascismo y el nacionalsocialismo fueron la opción política del capital para salvarse del capitalismo ahí donde el capitalismo ya no respetaba ni al capitalismo) es, antes que nada, el presupuesto elemental del pensamiento ilustrado y la base de todo sistema republicano y que es a partir de ahí y no antes desde donde cobra sentido la distinción entre dictadura y libertad. Es solamente ahí donde se ha vencido el totalitarismo de lo económico, donde se abre la posibilidad política de optar entre fascismo o democracia. Pero el gran truco ideológico del siglo XX ha sido el de poner por un lado lo político y lo estatal, presentándolo como lo potencialmente totalitario, y contraponerlo al mundo sin ley de la economía, ahí donde la política es impotente, como el espacio propio de la libertad. Es de este modo como se ha llegado a considerar evidente que no hay libertades políticas más que ahí donde no hay en absoluto política.

En Cuba no ocurre nada de esto. Ocurre más bien todo lo contrario. Una mala ley o una mala decisión política es capaz de hacer adelgazar a la gente a ojos vistas. Hasta tal punto Cuba depende de su Derecho y de su Política que una decisión legislativa o política llega a marcar la estatura de las personas. “Es que ésos son los que nacieron durante el período especial, por eso son bajitos”, se oye decir. En el período especial de principios de los noventa comenzó a faltar de todo en Cuba, no, desde luego, a causa de un error político o legislativo, sino a causa de que, al hundirse la URSS, Cuba vio desaparecer, de golpe, el 85 % de su comercio exterior y evaporarse la única línea de crédito de la que disponía. Pero frente a ese terremoto internacional, Cuba no tuvo, como en tantas otras ocasiones desde el 59, más que un arma disponible: las leyes y la política. Ni las leyes ni la política son todopoderosas; no son capaces, desde luego, de impedir los terremotos, los ciclones o los hecatombes históricas, pero es muy diferente, llegados a estos casos, tenerlas o no tenerlas a mano. Demasiado sabemos lo que ocurre en Haití, o en Guatemala, o en Argentina ante hecatombes bastante menos espectaculares que la desaparición del 85 % de su comercio exterior. Las venas de Latinoamérica se han abierto hasta desangrarse por un derrumbe de un punto en el precio del café o por la desaparición de un arancel del 0,1 %, mientras que, ante semejantes fatalidades, la Ley y la Política no podían hacer otra cosa que cruzarse de brazos rumiando su impotencia. Ya lo dicen el FMI y el BM: lo mejor que puede hacer política y legislativamente el Tercermundo en general es no hacer nada políticamente, suprimir todas sus inoportunas legislaciones y abrirse de piernas frente a los planes de ajuste estructural, que son los buenos y, quién sabe por qué, los legítimos (como demuestra el hecho de que quien no los cumple acaba siendo acusado de terrorismo). Primero la Economía, que después ya habrá tiempo para la Polis. Esos planes de ajuste, por supuesto, no son decididos en la Asamblea general de la ONU, ni en Parlamento alguno del planeta, sino en reuniones herméticas celebradas en búnkeres policiales, en cumbres de altas montañas o, si se llega a terciar, en plataformas submarinas, donde no haya que lidiar con los movimientos antiglobalización. Así se lleva siglos reprimiendo toda intervención política o legislativa y aguardando a que las vías económicas del desarrollo conduzcan a otro sitio que al basurero. Muy distinta es la cosa en Cuba. Frente a un terremoto natural o histórico, los ojos en Cuba no se vuelven hacia la Bolsa, para leer ahí el destino, sino hacia la legislación y la política. En estas ocasiones, algunos opinan que Cuba entera se convierte en un inmenso Parlamento, en lo que se ha llamado “la parlamentarización” de la sociedad; otros opinan que toda esa hirviente actividad democrática no es sino aparente y que, al final, será desde arriba desde donde se decidirá la política a aplicar. Ahora bien, los cubanos que nacieron en el periodo especial están muy seguros o bien de que son más bajitos de lo normal porque algo no se hizo bien políticamente, o bien de que, habida cuenta de lo que se venía encima, tienen que agradecer a la política el simple hecho de continuar vivos. Quizás había que haber prohibido más eficazmente el sacrificio de reses, quizás, por el contrario, había que haber liberalizado el mercado de vacuno; quizás había que haberse dado más prisa en levantar las prohibiciones sobre el pequeño comercio de subsistencia, quizás había que haber hecho esto o lo otro. Los problemas de Cuba podían y pudieron en todo momento ser discutidos, argumentados, explicados y reflexionados en el Parlamento, en lo que es su Parlamento. Sea lo que sea a lo que podamos llamar Parlamento en Cuba, lo más curioso es que siempre se asemejará más que nuestros Parlamentos a lo que nuestros Parlamentos pretenden ser: un lugar en el que la política, la argumentación y la contrargumentación, el consenso, el uso público de la palabra, en suma, puede aspirar a tomar las riendas del curso de las cosas mediante una actividad legisladora. La actividad parlamentaria cubana puede presentar muchas deficiencias. Fundamentalmente, es enteramente deficiente debido no a una escasez de democracia, sino a causa de una carencia de división de poderes. En general, en Cuba no falta democracia, sino Derecho. Ya hemos visto antes que eso no es porque los cubanos no tengan el privilegio de vivir en una Estado de Derecho como el nuestro, sino porque en Cuba, al contrario que entre nosotros, el Derecho no es ni impotente ni superfluo. Nosotros nos podemos permitir el lujo de una actividad parlamentaria intachable, pero sólo mientras la actividad parlamentaria no pretenda meterse donde no le llaman, es decir, en cualquier cosa de importancia. Nuestros políticamente intachables Parlamentos sólo tienen un problema: que no están situados en el lugar de la política; que, bajo condiciones capitalistas de producción, la política no está al alcance de la actividad parlamentaria, sino de la negociación de las grandes corporaciones económicas. Protegidos por su superfluidad, nuestros Parlamentos se pueden permitir la casi completa perfección formal y, en cualquier caso, los defectos pasan desapercibidos; en Cuba, por el contrario, no hay déficit del Derecho que no resalte hasta dañar la vista. Pero, no nos engañemos: si en Cuba se ven muchos defectos es porque en Cuba los defectos son importantes. Ocurre con estos asuntos algo parecido a lo que pasa cuando se están corrigiendo exámenes de filosofía, o mejor aún, cuando se está intentando explicar a un alumno las razones de un suspenso. La mayor parte de los exámenes que merecen suspender no es porque estén mal. Al contrario, algunos, cuando nos encontramos un examen que está mal le ponemos casi siempre notable alto, o por lo menos, aprobado. Los exámenes que merecen el suspenso son aquellos que no logran siquiera alcanzar ese nivel en el que las cosas pueden estar mal. Para que un argumento esté mal hecho tiene que ser un argumento o, como mínimo, parecerlo. Los exámenes suspensos no están ni bien ni mal, sencillamente no tienen la forma en el que las cosas pueden ser verdaderas o falsas. Las equivocaciones, los errores, en filosofía, como en general ha ocurrido en la historia de la ciencia, son siempre fecundos y, a veces, tremendamente difíciles. Lo que para la teoría es impresentable no es el error, sino la ambigüedad, la falta de rigor, la opinión subjetiva, el cambio de tema, la divagación. Por eso es tan difícil explicar a un alumno que ha suspendido por qué ni siquiera merecía suspender, por qué ni siquiera alcanza ese nivel en el cual el aprobado o el suspenso tienen sentido.

Pues bien, a mí no me cabe duda de que en cuestiones de Estado de Derecho, la humanidad en general está suspendida sin vacilación. Pero mientras que Cuba representa un suspenso de esos merecidos, de los que –a la luz de las circunstancias atenuantes- uno acaba por archivar como notables, la realidad parlamentaria española, por ejemplo, representa uno de esos otros suspensos que ni siquiera merecen suspender. Nuestro Estado de Derecho, en efecto, ni siquiera llega a ese nivel en el cual es posible equivocarse. Así pues, en lugar de pasarse el día, con tanta suficiencia, señalando con el dedo los defectos del régimen político cubano, la humanidad del siglo XX debería haber tenido la decencia de admirar con asombro, perplejidad y respeto, el espectáculo inigualable de una realidad social que dependía a vida o muerte de sus buenas o de sus malas leyes. Nunca como en Cuba se había hecho carne este milagro que condensa el conjunto de aspiraciones de todo el Proyecto Ilustrado desde Sócrates hasta nosotros. Al declarar la guerra a Cuba, mediante el bloqueo y el terrorismo, lo que se hacía era ponerla en una situación en la que, en general, las leyes tenían que ser bastante malas, o mejor dicho, una situación lo suficientemente inestable como para que las leyes no pudieran nunca asentarse y tuvieran que ser suplidas por caprichosos decretos ejecutivos. Todavía hoy se hacen demasiadas leyes en Cuba como para que puedan ser vividas como leyes. El curso histórico mundial ha obligado a Cuba a acomodarse, defenderse y transigir constantemente mediante revoluciones legislativas continuas. Eso naturalmente es una calamidad para cualquier pretensión de estado de derecho. Las leyes no pueden cambiar a diario, de tal manera que haya que estar muy al tanto leyendo el Granma para ver si hoy es legal esto o lo otro. De hecho, como bien advirtió con contundencia desde el primer momento el lado reaccionario de la Ilustración, una mala ley que dura es siempre mejor que una buena ley reciente. Cuba no se ha podido permitir jamás el lujo de dar tiempo a sus leyes. Y así, desde el principio (y tal y como ocurre invariablemente en todos las situaciones de guerra), los decretos han ocupado el lugar de las leyes y el poder ejecutivo ha sepultado la división de poderes.

Es lo mismo que ocurrió con las jóvenes repúblicas soviéticas, que nacieron en el seno de una guerra mundial y pasaron sus primeros años combatiendo en una guerra mal llamada civil en la que se volcaron todas las potencias del capitalismo internacional. El experimento soviético navegó en realidad, desde entonces, en una guerra permanente, hasta su rendición final con Gorbachov, cuando este creyó tan ingenuamente que al fin se le iba a permitir al Derecho estacionarse sobre la fabricación de mantequilla en lugar de convulsionarse bajo la fabricación de misiles. Ningún país en guerra puede permitirse la división de poderes. El experimento soviético duró, en realidad, un abrir y cerrar de ojos, setenta años, marcados por tres guerras mundiales y decenas de millones de muertos. Es hacer gala de un sorprendente cinismo pretender que en esas condiciones el socialismo podría haber sido compatible con un Estado de Derecho. Pero el verdadero y más rebuscado cinismo se oculta tras la famosa alegación de que los países capitalistas sí lograron, en cambio, funcionar como Estados de Derecho en las mismas condiciones de guerra permanente. El capitalismo se puede permitir el Derecho –cuando se lo puede permitir y donde se lo puede permitir, que suele ser en un 10 % de las ocasiones y de los lugares- porque, normalmente, bajo sus condiciones –y siempre en el aludido 10 %-, el totalitarismo económico que garantiza los privilegios económicos que hacen innecesario violar la ley, convierte, a su vez, en innecesarias a las dictaduras de corte político. La sociedad capitalista no depende de sus leyes, sino de su capitalismo. En el socialismo, en cambio, la sociedad depende por entero de sus leyes. Nada tiene de extraño, así pues, que los países capitalistas más privilegiados se hayan podido permitir el disfrute de una intachable división de poderes, pues lo han hecho en unas condiciones en las que lo que se dividía no era el poder, sino una apariencia de poder. Aquí reside el mito tribal más persistente de lo que llamamos Occidente. Está bien eso de inventar toda suerte de dispositivos para dividir un poder imaginario, mientras el poder real circula de forma salvaje por otros cauces indomeñables. Lo que mueve al vómito es constatar la gran cantidad de buenos cerebros que de Habermas a Enzensberger o Savater se han aplicado en hacer pasar por filosofía la justificación tribal de este mito. La tarea ilustrada de la división de poderes es bastante más difícil de lo que uno puede llegar a creer leyendo a esos señores. La humanidad no se ha enfrentado en serio a la dificultad real de ese problema más que bajo el experimento de lo que se llamó “socialismo real”. Y el fracaso fue, desde luego, estrepitoso. Y por supuesto que no se reparó en gastos para provocar que lo fuera. Pensemos por ejemplo en la Nicaragua sandinista. Para poner al ejecutivo sandinista en condiciones en las que se viera obligado a censurar unos cuantos artículos de prensa, dañando así la consistencia del Estado de Derecho, fue necesario poner el mundo entero patas arriba, montando una guerra con Irangate incluido y volcando todas los malas artes del Imperio sobre un país pobre y pequeño, en el que no había un solo ascensor que funcionara. Demasiados ejemplos parecidos se podrían poner, pero bastará en los próximos meses con estar atentos a lo que ocurra en Venezuela, en donde todavía no se ha censurado nunca la prensa ni se ha puesto jamás en cuestión la división de poderes, pese a que, en efecto, el mundo entero se ha confabulado para forzar a Chávez a cometer algún desliz de este tipo. La humanidad no tiene todavía la menor idea de lo difícil que es la división de poderes, ni tampoco de lo apasionante que puede llegar a ser esa aventura a la que llamamos Ilustración. Cuba es pionera en este campo de experimentación política. En Cuba no hay Estado de Derecho, pero a lo mejor algún día nos veremos obligados a reconocer –cuando la historia del siglo XX empiece a contarse bien de una vez- que con ella comenzó para este mundo miserable y mentiroso, la aventura de una vida política conforme a derecho. Para que haya la posibilidad de un espacio político en el que vivir es, ante todo, necesario que la totalidad de las posibilidades humanas no se gasten o se consuman en la aventura de la supervivencia. Hasta el momento, y aunque resulte increíble a la luz del desarrollo tecnológico que hemos alcanzado los seres humanos, supervivir nos ha impedido vivir. No existen posibilidades políticas sin tiempo libre, como se sabe bien desde los tiempos de Pericles. La revolución tecnológica ininterrumpida en la que vivimos tendría que tener por efecto una reducción de la jornada laboral que liberara más y más tiempo para actividades políticas. Pero eso es imposible bajo condiciones capitalistas de producción, como bien demostró Marx hace ya tiempo. El capitalismo ha condenado a la humanidad a la aventura de la supervivencia en condiciones tecnológicas crecientemente más y más privilegiadas. La vida política es incompatible con un sistema económico como el capitalista que se caracteriza por mantener constantemente a los hombres en condiciones mínimas de supervivencia, para concentrar así cualquier adelanto tecnológico en la producción de más adelantos tecnológicos, de modo que la revolución de las condiciones de producción sea siempre máxima. Como decía Wallerstein, el capitalismo produce más para poder producir más. El hambre económica del capitalismo por el máximo de producción ha acogotado a la humanidad con más eficacia que antes lo hiciera el hambre biológica, obligando a la vida social a conformarse con la supervivencia y denigrando toda posibilidad de descanso y tiempo libre bajo la figura abyecta del parado. El socialismo real fue la punta de lanza de una nueva época para la humanidad, en la que la Política y el Derecho tenían la posibilidad de reinar sobre la Economía y, por tanto, legislar y decidir sobre todos los asuntos humanos de importancia. El socialismo no fue, en este sentido, sino la propia Ilustración, una vez que se había reparado en el imprevisto de un capitalismo al que nadie había invitado y al que no se podía simplemente guillotinar en una plaza pública. Se trata de la aventura más heroica y la causa más verdadera que la humanidad haya emprendido desde que Sócrates, Platón y Aristóteles lanzaran al mundo el reto de una vida política a todos los seres racionales del futuro. La Ilustración que recogió ese guante sólo tuvo una verdadera posibilidad histórica de triunfar bajo el proyecto de las economías socialistas y ya hemos visto lo mal que salió la cosa y la mucha voluntad que se puso en que saliera así de mal. Así, fue como si, bajo el socialismo, la humanidad se hubiera empeñado en demostrar hasta qué punto podía liberarse del chantaje económico a costa de sujetarse a malas leyes y malas políticas. Pero la pura verdad es que, en las ocasiones en que se intentaron hacer las cosas mejor, como con Allende en Chile o con el sandinismo en Nicaragua, los esfuerzos de la política tuvieron que consumirse en la tarea de resistir al sabotaje, el bloqueo y la guerra, en una correlación de fuerzas desigual y condenada de antemano. Hoy, Cuba es el único testigo que queda de todo aquello por lo que lucharon los esfuerzos de la Ilustración desde la muerte de Sócrates. Cuba es el único testigo de esa posibilidad humana que es el Estado de Derecho. Naturalmente que eso no la convierte ni mucho menos en un Estado de Derecho. Pero, aunque Cuba no es un Estado de Derecho, se sostiene constantemente en esa posibilidad y bastaría con que la dejaran en paz para que las leyes fueran corrigiendo a las leyes hasta instituir un verdadero régimen constitucional. Cuba no es un Estado de Derecho, pero podría serlo, y, además, no dice que lo sea, lo que siempre es un buen comienzo para el Derecho. Cuba es más bien la prueba de hasta qué punto es difícil en este jodido mundo capitalista arrancar una mísera isla de las garras de la Historia, para que la Ley y la Política puedan tomar por una vez la palabra. Cuba es la prueba de la dificultad de introducir una obra de la libertad en el curso fatal de las cosas. Mucho peor es, desde luego, lo que nos ocurre a nosotros, que no sólo no somos un Estado Derecho sino que tampoco sabemos que no lo somos y, antes bien, nos creemos la encarnación misma del Derecho sobre la tierra, así sea protegidos tras el muro de Sharon. En Cuba tienen la posibilidad de tener malas leyes. Por eso no tienen ninguna necesidad de llamar Ley a la ausencia de Ley, como ocurre entre nosotros. Por lo menos en Cuba no se llama Estado de Derecho a los rincones más privilegiados de esa salvaje carnicería en la que veinticinco multinacionales se arrancan a mordiscos la carne de sus ciudadanos. *** Tal y como habían previsto las internacionales comunistas, con el socialismo comienza la política. Comienza la posibilidad de hacer las cosas bien o mal en un sentido político.
57 El socialismo no es una opción política, sino la posibilidad de que haya opciones políticas. Contémplese el espectáculo de nuestros espectros políticos, en donde, como ya hemos comentado, las izquierdas tienen derecho a intentar ganar las elecciones o a volverse de derechas si las ganan, pero no a ganarlas y seguir siendo de izquierdas; contémplese el espectáculo de lo que se llama la alternancia electoral, mediante la cual, dos partidos políticos indiferenciados se disputan la posesión del único programa posible, el programa político que les dictan los bancos y la patronal; tráigase a la memoria, por ejemplo, a Rajoy y a Zapatero discutiendo acaloradamente durante la campaña electoral sobre quién había plagiado el programa a quién… Es mucha jeta llamar a esto pluripartidismo. El pluripartidismo es algo que será posible algún día, bajo condiciones socialistas de producción, cuando la política tenga, en general, alguna posibilidad de tomar la palabra y hacerse obedecer. Los motivos por los que, bajo las condiciones del socialismo real, ha regido siempre un Partido Único, es un problema interesante, sin duda, aunque no me parece difícil de resolver, sobre todo atendiendo a que cada vez que históricamente se intentó mantener el pluripartidismo y la división de poderes bajo condiciones socialistas, un golpe de Estado dio al traste con todo pluripartidismo, toda división de poderes y todo socialismo. El socialismo es la opción por la política, no una opción política entre otras. Karl Polanyi vio esto tan claro allá por 1944 que confundió lo que no era en realidad más que un episódico keynesianismo con una Gran Transformación que se confundía, en realidad, con el fin del capitalismo. A su entender, con Hitler y Mussolini por un lado, la URSS por otro y el auge de las políticas keyenesianas en el resto, se ponía punto final al experimento más sangriento y destructivo que hubiera emprendido la humanidad: la utopía liberal de un mercado autorregulador. Para Polanyi se abría, entonces, la era de la política económica y la planificación. Desconectada la dictadura sorda del mercado, se hacía preciso, entonces, optar políticamente entre dos extremos: el fascismo o la libertad (que curiosamente Polanyi suponía posible, aunque no probable, en la URSS). Era el momento de la política, la cual podía hacer al hombre esclavo o libre. “Desembarazados de la utopía del mercado –decía Polanyi-, nos encontramos frente a frente con la realidad de la sociedad. Y esta es la línea divisoria entre el liberalismo por una parte, y el fascismo y el socialismo por otra. La diferencia entre estos dos últimos no es esencialmente económica, es moral y religiosa. Incluso en aquellos casos en los que profesan una economía idéntica, no son sólo diferentes, sino que encarnan, en realidad, principios opuestos. Y el aspecto último en el que disienten es, una vez más, la libertad. (…) Mientras que el fascista se resignaba a abandonar la libertad y glorificar el poder, que es la realidad de la sociedad, el socialista se resigna a esta realidad y, a pesar de ella, asume la exigencia de libertad”. Estas conclusiones de un libro tan imprescindible, fueron miradas muy por encima del hombro por parte de los marxistas, que en eso se mostraron tan ciegos como los no marxistas. Para unos y otros las distinciones meramente políticas (y no digamos ya las morales) eran demasiado poca cosa; tanto les había marcado la costumbre de llamar política a lo que no era sino superfluidad e impotencia. De este modo, entre Stalin y Hitler no podía haber otra diferencia que la que hubiera entre un nacional socialismo y un socialismo nacional. No se advertía que la política era, más bien, el terreno en el que las diferencias empezaban a contar.”

 

(FERNANDEZ LIRIA, Carlos. A QUIEN CORRESPONDA, sobre Cuba, la Ilustración y el socialismo.DISPONIBLE EN Rebelión: http://www.rebelion.org/docs/7097.pdf)

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