De la mano del amo, y la prensa del corazón.

Así vamos, entretenidos (aunque cada vez más hastiados e insensibilizados) a base de Bárcenas de todo pelaje por aqui, independentismos por allí, «tropiezos» de corona por allá, pseudo-asonadas cuartelarias de fin de semana, y fútbol -gracias a Dios- fútbol y prensa del corazón.

Y todo eso, para no tener que hablar del fondo del asunto, que consiste en que estamos gobernados por personas y grupos de poder que buscan (y consiguen) su beneficio a costa del bienestar, del sufrimiento, del hambre, de la angustia y de la desesperación de la mayoría de la sociedad.

Esa conducta, en otras formas de sociedad, podría ser considerada como delictiva, incluso como traición, puesto que esas sociedades podrían considerar que atenta contra los más altos intereses generales, de la sociedad en su conjunto. Visto así, a esas personas y grupos se les podría llamar y tratar como a delincuentes, igual que a sus esbirros asalariados en las más altas instituciones del Estado, cómplices necesarios de sus hipotéticos delitos. Pero eso es politica-ficción, y esa sociedad no es la nuestra

La nuestra, a diferencia de lo que podría haber sido, claudicó hace mucho de sus deberes ciudadanos dejando baldío el espacio público  -y el espacio del lenguaje, que va asociado a lo público-, y con ello el de la moral ciudadana, a merced de quien quisiera ocuparlo, que normalmente es el que mas grita.

Y así, aceptamos sin más que se identificara

  • legitimidad con legalidad,
  • legal con lo que en cada momento determina el gobierno,
  • moral con lo meramente legal, e
  • ilegal (e inmoral, por tanto) con lo que condenen los tribunales (siempre que no les alcance la gracia del indulto).

No obstante, la cosa no habría sido muy grave si nuestros males hubieran sido solo esos; es decir,

  • si la formulación de las leyes hubiera sido un acto puro y desinteresado (desde el velo de la ignorancia, al más puro estilo de Rawls);
  • si el sistema judicial hubiera sido un prodigio de eficiencia, rapidez y aplicación justa, equitativa y ciega de las leyes; y
  • si el aparato represivo del Estado se hubiera manifestado como un dechado de virtudes republicanas, solo al servicio de hacer cumplir los mandatos judiciales y asegurar el ejercicio de la libertad en las calles…

Pero lamentablemente no fue así.

La prístina idea de legalidad se vio asimismo devaluada (por no decir prostituida), revolcando en el lodazal los más elementales principios de

  • igualdad ante la ley (la tipificación de delitos y su gravedad varió según se tratara de delitos de ricos o delitos de pobres, y el acceso efectivo a las garantías procesales, a instancia de parte, resultó favorecida o mermada en función de los recursos económicos)
  • imperio de la Ley (nadie por encima o al margen de la Ley, cuando en España -más allá del Rey, quien formalmente es inimputable- es una obviedad que hay personas, e incluso estamentos intocables, y si se les toca por despiste siempre cuentan con el indulto o con unas medidas extraordinariamente benévolas y comprensivas)
  • preeminencia de la pirámide jurídica (cualquier contradicción con las leyes superiores o con la Constitución es negada o ignorada sin más consecuencias)… Como cualquier estudiante de primer curso sabe, ningunear la Constitución o aplicarla selectivamente es el más grave de los actos políticos,  ya que la Constitución es el pacto de mínimos (de convivencia pacífica, de respeto de minorías, de salvaguarda de derechos y libertades) que se da una sociedad estableciendo los límites cuyo respeto impide la fractura social… y cuya violación puede abocar a una confrontación civil.
  • independencia de poderes (me refiero a la tontería esa de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial). ¿DIputados que hablan sin sonrojarse de «disciplina de voto»? ¿listas cerradas? ¿magistraturas pactadas por los partidos políticos? ¿puertas giratorias entre política y empresas privadas? ¿sueldos vitalicios?
  • libertad de prensa (con los medios comunicación amordazados por los créditos de cuatro bancos y convertidos en medios de propaganda y desactivación social)
  • libertad de expresión (amenazando, criminalizando y/o apaleando las protestas)
  • uso de la fuerza pública que debería mantenerse independiente del poder, y al servicio de los ciudadanos y los tribunales, garantizando sus libertades y derechos frente a los abusos del poder público o privado; y el de
  • presunción de inocencia. Si, si. El de presunción de inocencia, que aquí es aplicado muy rigurosa pero muy selectivamente. Como ya contaba Kafka, una injusticia verdaderamente temible es aquella que se aplica de forma rigurosa, selectiva y arbitrariamente. Y, en España, el principio de presunción de inocencia ha sido defendido numantinamente, prostituido y arrastrado por rastrojos, cada día, por cada gánsters español, amo o esbirro, con el beneplácito general de todo el poder (al igual que el de honorabilidad, faltaría más)

Y así, laxamente, fuimos descendiendo, desde donde creíamos estar hasta donde nos descubrimos realmente estando, hablando de lo que nos mandan hablar, mientras los que mandan de verdad siguen haciendo legal lo que les beneficia, y criminal e inmoral lo que les recrimina o cuestiona.

Y claro, «con la que está cayendo» ¡no pretenderás!… Hay que ser realistas, y comprender que vivimos por encimas de nuestras posibilidades. Argumento demoledor, si no fuera falaz: si algo es así es porque no pudo ser de otra manera, motivo por el cual necesariamente debe ser así. Vivir en el único mundo posible, el real, es vivir en el mejor de los mundos posibles.

Son las cosas que tiene haber renunciado a ser ciudadanos; … haber renunciado a otros mundos posibles. Pero no pasa nada: siempre nos queda esperar agradecidos la comida de la mano del amo y, mientras,  entretenernos con algún suceso del corazón. Hasta las próximas elecciones.

La Democracia y la Ley: una historia de violencia.

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La democracia y la ley: una historia de violencia

Público, 11ene 2013
Por Miguel Ángel Sanz Loroño

Investigador de la Universidad de Zaragoza

«Circula un lugar común en estos meses que tiende a reducir la democracia al respeto a la ley. En el Leviatán de Thomas Hobbes, obra magna del pensamiento conservador, podemos leer que “es el hombre y sus armas, y no las palabras y las promesas, lo que afirma la fortaleza y el poder de las leyes”. Hobbes vivió en tiempos de revolución y no se llamaba a engaños. Para él, esas leyes no eran ni podían ser otra cosa que la expresión de un orden social concreto. Dos centurias más tarde, el inspector Javert de Los miserables de Victor Hugo afirmaba su fe ciega en la legalidad. La ley es la ley, pensaba, y no tiene ni origen, ni intereses ni fin. No es que Javert no compartiese el criterio de Hobbes; simplemente lo había olvidado.

La ley no es el mandato de una zarza ardiendo. En un artículo para la Gaceta Renana, un joven Karl Marx escribió sobre un hecho particular. Para los campesinos renanos, la libre recolección de leña en sus bosques era imprescindible para su supervivencia y un derecho ganado a su señor feudal. De la noche a la mañana las relaciones cambiaron y el bosque se privatizó. Y la nueva legalidad liberal dijo que ya no se podía recolectar leña, sino que había que comprarla. El castigo contra el infractor sería (y fue) en adelante muy duro.

En la transición al capitalismo, en primer lugar se precisaba imponer una nueva legalidad a los grupos sociales reacios al nuevo orden. Y en segundo lugar, se debía convertir sus orígenes en un mito, olvidar que la partera de la ley era la fuerza. Era necesario que se repitiese el patrón del capitalismo, cuyos inicios estuvieron marcados por la acumulación de unos gracias a la desposesión violenta de otros, frecuentemente campesinos. Solo así, mediante un marco jurídico hecho por los propietarios contra los no propietarios pudo desarrollarse el capitalismo. La llamada hidra de la revolución tenía que ser constantemente descabezada por la ley y las armas, sus proyectos cercenados y el registro de todo ello olvidado.

Si, como sostiene el lugar común mencionado, la democracia es el respeto que Javert tiene por la ley, quizá podría deducirse, para escándalo de algunos, que regímenes como el franquismo fuesen exquisitamente democráticos. También podría colegirse que la esclavitud, tal y como pasó en Estados Unidos hasta 1865, fuese una institución perfectamente democrática. La democracia, temida en origen como la tiranía o la anarquía de los no propietarios, ha acabado, para sorpresa de Hobbes, por adquirir el significado de la ley.

El pasado 20 de diciembre, el historiador Juan Pablo Fusi señaló en una entrevista que las democracias asamblearias no eran democracias, sino otra cosa. Ese mismo día en Los desayunos de TVE, Ramón Jáuregui, responsable del congreso de ideas que creará el nuevo proyecto político del PSOE, apuntó que ERC, debido a su carácter asambleario, no era un partido como él entendía que debía serlo, un partido, suponemos, de esos que llaman serios. Esto se entiende si, como el propio Fusi señala sobre su formación profesional, entendemos la democracia como un trasunto del liberalismo representativo angloamericano, considerado un modelo universal después de la victoria de este tipo de organización política en 1945.

El significado de la democracia ha sido históricamente móvil. La sola mención de ésta sembró el terror en las elites durante un siglo. A la altura de 1812, el liberalismo asociaba la democracia con el despotismo de la turba enfurecida, encarnada en el jacobinismo y la multitud sans-culotte. Se pensaba que la democracia supondría el fin de la ley bajo el gobierno de los no propietarios. Para evitar tal perspectiva, la Constitución de Cádiz de 1812, como la norteamericana de 1776, dispusieron una serie de medidas constitucionales que disipasen el espanto de la soberanía popular. La Comuna de París de 1871, experiencia de democracia directa que duró dos meses, marcó un punto de inflexión en la historia de este concepto. La aventura que aterrorizó a las burguesías de toda Europa solo acabó cuando el ejército francés y las tropas alemanas entraron al alimón en París y garantizaron, como exigía el Leviatán, que la ley no fuese subvertida nunca más. Veinte mil communards ejecutados fueron la garantía.

Cuando la ley está en peligro, aparecen con más frecuencia las declaraciones que la sitúan por encima de las mujeres y los hombres. Que el bipartidismo se ponga de acuerdo en lo fundamental, como la escandalosa reforma constitucional de agosto de 2011, nos dice que la ley no está hecha para la ciudadanía sino, en este caso, para los mercados. Y que, en última instancia, este pacto nos remite a una desconfianza hacia el pueblo por parte de un bipartidismo que, ciertamente, no soporta convivir con una calle erizada de pancartas. Porque el concepto que lo sustenta, el liberalismo representativo, no puede dejar de ver a la multitud como a una masa irracional, como a la hidra, real o no, de la revolución.

Y es que el respeto a la ley depende en última instancia de quién haga las leyes y a quién beneficien. El sistema político puede enrocarse y decir que la ley es la ley. Pero la legalidad es obra de un grupo de personas que pretenden que otras se conduzcan en la vida dentro de esa convención jurídica. Y no puede obviarse que esa legislación ni es eterna ni viene del cielo, sino que, como sugirió Marx, es el producto del tira y afloja de las relaciones de poder.

Este mirar en la trastienda supone separar la legitimidad de la legalidad. Significa descubrir el origen de una historia que viene a confirmar la arbitrariedad de una ley. El sistema representativo no puede tolerar esta deslegitimación, aunque el capitalismo nunca haya dudado históricamente en echar mano de recursos que supusieron su conculcación. Los gobiernos tecnócratas han sido el último episodio de esta historia. No podemos decir si este año se quebrará el dominio de la ley ante el avance legítimo de la democracia. Sin embargo, para espanto de Hobbes y consternación del inspector Javert, podemos esperar que así sea.»