De la Reforma del Código Penal: de Hobbes, del poder y de la violencia. Una ley indigna a combatir.

De la Reforma del Código Penal: de Hobbes, del poder y de la violencia. Una ley indigna a combatir.

Ya decía Hobbes, autor preferido de los neocon y de las más variopintas derechas, que la igualdad natural es la condición necesaria del pacto de convivencia por el que se crea el Estado. Pero a no engañarse: la igualdad a la que se refería Hobbes no es la igualdad formal jurídica del liberalismo ilustrado; ni es la de la racionalidad universalmente compartida, ni la de la igualdad material… La igualdad de la que nos habla el gran filósofo es la igualdad en el ejercicio de la mera fuerza bruta y en la capacidad que tenemos todos, de forma absoluta y equitativamente repartida, de ejercer violencia y de ser causa de muerte los unos de los otros.

Esa igualdad natural en la fuerza bruta, relativa solo en cuanto a las diferencias físicas interindividuales, llegará a ser un valor de tanta importancia que Rousseau, por ejemplo, lo utilizará como criterio para determinar cuándo una sociedad ha sobrepasado sus posibilidades de convivencia democrática: toda diferencia de poder ,o concentración del mismo, que vaya más allá de las meras diferencias físicas dables en estado natural, ponen en peligro la convivencia, ya que esta se basa en la libertad de darse a si mismo consensuando con otros las normas, libertad a cuya base se sitúa la más radical igualdad..

¡Qué paradoja que sea la igualdad natural en la violencia, mejor dicho, el miedo al ejercicio arbitrario de la libertad individual -fuente de toda heteronomía, como opresión e imposición del más fuerte- la que permita el paso de la igualdad natural a la igualdad jurídica (que ahora ya no es imposición externa del más fuerte, sino autocorregulación en el consenso)!

Y es que eso, tanto para Hobbes como para Rousseau, era un asunto perfectamente claro. Tan claro, como que era cuestión debatida desde Platón y Aristóteles: en tanto que las diferencias de poder se limiten a las diferencias físicas naturales, los muchos podrán mantener a raya a los pocos psicópatas (egoístas, ambiciosos, ladrones, mentirosos, manipuladores y escoria humana de toda índole) que hay en cualquier sociedad. Pero cuando el poder crece desmedidamente, y se concentra en manos de estos últimos, los muchos pierden toda capacidad de defensa, convertidos en ovejas de matadero … del único matadero, que ahora es propiedad de los psicópatas o de sus asalariados y cómplices.

Por ello, independientemente de la forma de gobierno en la que estemos, cualquiera que haya reflexionado mínimamente al respecto caerá siempre en la misma cuenta: no pueden consentirse desigualdades excesivas, ni concentraciones de poder. Pero no solo eso: en una sociedad altamente compleja como la contemporánea, frente a los sistemáticos intentos de intromisión en la Administración por parte de los partidos políticos y poderes fácticos, debe garantizarse la independencia de la Administración del Estado como garante de los Principio de Legalidad e Imperio de la Ley. La garantía contra los tejemanejes de una excesiva concentración de poder, esa y no otra, es la razón por la que ni los partidos políticos ni las organizaciones profesionales (sindicatos o gremios o patronales) pueden (o no deberían) tener acceso a los órganos de la administración pública, ni a la policía, ni a las fuerzas armadas, ni a los tribunales de justicia. Porque la función de la Administración es garantizar los principios de legalidad y de igualdad ante la ley, independientemente de la ideología política que sea mayoritaria en cada momento histórico. Los partidos tienen, así, su espacio limitado al Congreso y a los medios de difusión. Y los poderes fácticos no tienen cabida en ninguno de ellos, pues bastante tienen con serlo. Y dentro de la Administración del Estado, el Sistema Educativo, especialmente la Educación para la Democracia, como herramienta de formación de electores y elegibles en un sistema democrático, debe ser radicalmente independiente de todo poder (gubernamental, táctico, partidario, religioso, ideológico). La democracia es un sistema formal de convivencia (formal en cuanto a estructura, por oposición al contenido material de las leyes) cuyo fin es producir leyes que regulen las relaciones de convivencia (el contenido material) por mayoría o por consenso, desde el respeto a la minoría, sobre la base de ciudadanos libres en el mayor grado posible, y por tanto suficientemente iguales como para no ver condicionadas sus decisiones a nada más que a su voluntad de autorregulación. Cuando se permite la entrada de los partidos, los poderes tácticos y las ideologías en la Administración, se rompe con el Principio de Legalidad, el Estado de Derecho se cae y la democracia sucumbe. Eso, queridos amigos, se llama España.

En esas condiciones, los elementos institucionales que debieran ser garantes de la legalidad se contaminan y sus resoluciones se vuelven espúreas, cómplices, o simplemente no defienden al ciudadano de la ilegitimdad de las leyes que pudiera dar un Parlamento corrompido y/o un Gobierno corrupto. El Tribunal Constitucional deja de ser garante de la coherencia del edificio normativo; los Tribunales Administrativos esquivan la aplicación estricta de la Ley por la Administración; los Tribunales Penales permiten que los poderosos o sus esbirros se sitúan por encima de la ley; y las Fuerzas de Seguridad del Estado, que detentan el monopolio legítimo del uso de la violencia para garantizar la aplicación estricta de la ley y de las decisiones de las instituciones de control…. devienen vulgares mamporreros de los grupos de poder infiltrados como un cáncer en las más altas magistraturas del Estado.

Con ello, el pacto de convivencia (reflejado más o menos imperfectamente en la Constitución) se rompe; y roto ese pacto vuelve a quedar a la vista el ejercicio bruto, originario y descarnado del poder: la pura fuerza bruta del aparato represivo del Estado (antes llamado de «Seguridad»).

El gobierno y los grandes poderes financieros y empresariales lo saben, razón por la que a mayor inequidad aumenta desproporcionadamente la criminalización de las protestas. Pero saben también que no hay poder que solo pueda mantenerse sobre la base exclusiva de la represión: es antieconómico y profundamente inestable. Por eso,  con la técnica del «divide y vencerás» han estimulado sin reparos la división y el enfrentamiento social: parados contra empleados, empleados contra contratados, educación contra industria, sanidad pública contra privada, inmigrantes contra nacionales, andaluces contra catalanes, vascos contra castellanos, catalanes contra andaluces, jubilados contra prejubilados, jóvenes contra maduros, pescadores contra transportistas, becarios contra asalariados, temporales contra fijos, mineros contra… todos) Pero no seguros del éxito, han monopolizado los canales de información principales (prensa, televisión) y saturado con «ruido» y basura el resto para ocultar todo mensaje que no interese repetir. Es más barato convencer que vencer. Y como «todo el que quiera vivir está condenado a la esperanza», el ciudadano prefiere creer lo que le cuentan que pensar que vive realmente en Matrix. Fundamentalmente porque es más sano: hay que estar muy enfermo para idear permanentemente mecanismos de defensa y de ataque contra enemigos invisibles… pero va a resultar que estamos gobernados por empleados en nómina de enfermos mentales completamente invisibilizados… Y este es un asunto que, llegados a donde hemos llegado (tras nuestra renuncia cómplice y estúpida, primero a nuestras obligaciones políticas y luego a nuestros derechos humanos), tiene muy mala solución.

La «solución Gandi» es altamente costosa, injusta e ineficiente (tánto, que sospechosamente es la preferida de los mass media). Primero, porque los psicópatas nunca mandan al frente a los suyos sino a sus asalariados, pobres desgraciados más o menos convencidos como los apaleados. En la solución Gandi los muertos y los heridos los ponen siempre los mismos: los desgraciados de uno y otro lado, mientras de uno y otro lado medran y se empoderan los que de verdad mandan o esperan mandar una vez acabadas las revueltas. Y segundo, porque la «solución Gandi» solo vale para los vivos: los muertos quedan indefectiblemente sin paraíso que les redima. Dicho lo cual, deberíamos quizás pensar si dicha solución, como tal, no resulta profundamente injusta y quizás estúpida: aquellos que no luchan ni se arriesgan se benefician de los sufrimientos y muerte de los que si lo han hecho. Vamos, que no parece algo muy equitativo.

Frente a la anterior está la otra, digamos la solución «clásica», el enfrentamiento abierto, el ¡mascalzone!, el muy castizo «¡te voy a romper la cara!»; en suma, el poder desorganizado y anárquico de los muchos, frente al poder concentrado y disciplinado de los pocos. Suena fatal. Y, encima, las experiencias pasadas acabaron siendo verdaderamente desastrosas y sangrientas (solo por citar una vencedora, la francesa de 1789; o dos perdedoras, la del 48 o la española). Pero no nos engañemos: si acabaron siendo especialmente sangrientas, no fue porque la revuelta en si lo fuera, sino porque los psicópatas, nunca dispuestos a ceder ni un milímetro de sus privilegios y sabedores de que los muertes los ponen siempre los otros, se han mostrado siempre altamente capaces de establecer alianzas de clases, incluso a nivel planetario (haberlos los habrá, pero yo no recuerdo ningún banquero muerto con las armas en la mano). El tiempo, la paciencia y el sufrimiento de los pobres juegan siempre a favor de los poderosos. «Dejad que los hambrientos vengan a mi», podría decir un opulento emprendedor desde las islas Caimán, mientras sus fieles empleados hacen el trabajo sucio. El psicópata, usa solo de la «razón instrumental» y evalúa exclusivamente lo que tiene en relación con lo que le costará mantenerlo. Los muertos ajenos son algo barato, y con paciencia, al final siempre se gana, como en el Monopoly. Y si no gana él en persona (a veces las batallas por el poder son demasiado largas y complejas como para ser medidas respecto de una vida mortal), otro como él ganará, otro de su clase, ya que todo vencedor de hoy es heredero de pleno derecho de los vencedores del pasado.

¿Os acordáis de lo compungidos que estaban los financieros, los poderosos y los teóricos de Chicago al inicio de la crisis, cuando todos entonaban el mea culpa y hablaban de refundar el capitalismo? Pues eso, que al final no les hizo falta. Solo hubieron de re-situarse, de re-colocar a sus asalariados en los gobiernos y, controlar el mensaje único a través de los medios de comunicación. Con ello vino el golpe definitivo al sistema político y económico mundial, aumentando los beneficios más allá de todo lo conocido, y debilitando los movimientos de resistencia y de respuesta social hasta sus mínimos históricos. Contra el fascismo y el comunismo, sin duda (¡quién nos lo iba a decir, hace solo 20 años!), estábamos mejor: al menos el enemigo estaba claro y obraba a cara descubierta. El tándem «dinero – control político – poder militar – medios de comunicación – devaluación de los sistemas educativos – censura mediante ruido – crímenes selectivos», aplicado en diferentes dosis allí donde fuera necesario, eclosionó en la nit de foc del mejor de los mundos posibles, a través de la globalización, de la naturalización de la crisis y de la pobreza y represión generalizada, con la aceptación como plaga bíblica de todo lo que no era más que obra del más repugnante y despiadado expolio de la historia de la humanidad. Una obra de arte, sin duda, las cosas como son.

Pues eso, que hoy de compungidos nada ¿y por qué? porque no les hizo falta seguir con el teatro. Al inicio de la debacle pudieron tener sus miedos, ya que cabía el peligro de que todo este robo, secuestro y asalto al poder acabara en una Bastilla. Pero, una vez estabilizada la situación, y sin Bastilla la vista, con el paso de los meses fueron recuperando la compostura, y con las tonadillas del «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» y del «no hay alternativas» fueron (rápidamente, hay que reconocerlo) transformándonos en caballos de tiro, hambrientos, tristes y apaleados, pero dóciles: con esperanza. Siempre con esperanza.

La verdad es que lo teníamos muy difícil: ellos habían leído a Hobbes y nosotros no. Y ellos sabían que lo único que nos pone en igualdad radical es la violencia. Por eso tuvieron tanto miedo, y se mostraban tan arrepentidos y compungidos y su mensaje «proGandi» era tan monolítico. Hasta que vieron que no pasaba nada.

Todo el mundo sabe que no se pude negociar nada con quien pone una pistola encima de la mesa. Contra esa actitud tan pobremente democrática solo cabe la sumisión -el «es lo que hay-«. Pues, resulta que en este juego de Monopoly, en el que además de «jugadores» somos «fichas», hay un jugador (que por cierto no es ficha) que juega con las pistolas encima de la mesa (con la criminalización y la represión, además del control ideológico), Los demás nos mantenemos ingenuamente con una confianza casi mística en el Estado de Derecho y en el principio de legalidad. Como los animales de la Granja de Orwell. Pero, por si no le fuera bastante con la pistola (seguramente por eso de que «prevenir es mejor que curar»), este jugador no-ficha, mafioso y tramposo, no contento con haber copado la administración del Estado y los tribunales, instrumentalizando los juzgados (a través del Procedimiento), la policía y la herramienta del indulto de acuerdo a sus fines políticos y amistades, ha decidido curarse en salud y cambiar las reglas de juego a su antojo, es decir todas las leyes que le pudieran molestar, a fin de asegurarse una apisonadora implacable contra los que rechistan.

Y claro, contra una apisonadora, irracional y fanática, quedan pocos argumentos. Igual que contra una picadora de carne -sobre todo cuando «uno» es la carne a picar. Es en ese contexto, donde el «argumento de Gandi» empieza a sonar a chiste: «¿saben aquel que diu… ?»

Pero, cómo no, Hobbes (¡el gran Hobbes, devenido ahora, en contra su voluntad, en paladín de la democracia!) viene nuevamente en nuestro auxilio: Es la extrema violencia sin control, la del estado natural radicalmente despersonalizada e igualitaria, la que fuerza a los hombres a la negociación y a la autocontención. El miedo a la violencia ciega, a sus consecuencias, a la falta de certeza sobre quién ganará ni a qué precio es lo que nos lleva a renunciar a ella dándonos un Estado -Estado al que hacemos depositario de esa violencia- y unas normas a las que todos sin excepción quedamos sujetos (esa famosa «igualdad ante la Ley», de la que se llenaba la boca el futuro compañero y ciudadano Juán). Esta renuncia basada en el temor, según Hobbes, es lo que posibilita la posterior convivencia en paz y, a partir de ahí, hacer planes de futuro vacunados por completo de toda arbitrariedad particular o pública. De donde sorprendentemente resulta que, si hay algo que garantiza que no se usará la violencia, no es nuestro compromiso a no utilizarla -siempre habrá algún tarado que ponga una pistola sobre la mesa-, sino el firme convencimiento de que si alguien la usa responderemos todos conjuntamente y entre todos le reduciremos a fin de mantener la sociedad en paz. En paz y en libertad: en la libertad de la autocolegislación y en la paz a que conduce la prudencia y el respeto a las minorías y de los más desfavorecidos. Cuando una de las partes sentadas a la mesa cree que puede usar la violencia sin consecuencias, muy probablemente lo hará: el imperativo categórico solo vale entre iguales y con las cartas boca arriba. Por tanto, es el miedo a perder (más que a no ganar) lo que hace nos hace exquisitamente prudentes y considerados (especialmente a los hobbesianos con sus adversarios).

En conclusión, si queremos poner fin y revertir el proceso de degradación de la vida colectiva a que asistimos, y además queremos que esto no desemboque en un enfrentamiento civil y en una sangría a gran escala, debemos ser conscientes de que solo podremos lograrlo estando absolutamente dispuestos. La libertad, la igualdad y la democracia no son bienes que se tienen: son valores que hay que producir y mantener cada día frente a los psicópatas. Porque para un hobbesiano de ley, lo único que legitima al Poder es su capacidad para perpetuarse, principio teórico que les hace ser de muy amplio espectro, así como sentirse completamente legitimados y sin escrúpulos para ejercer una violencia infinita; y, cuando vienen mal dadas, a camuflarse como cordero mejor que nadie. Por tanto, lo único que puede conjurar el peligro de la violencia y de la fractura social, es que los psicópatas sepan clara y palpablemente que pueden perder. Es más: deben saber que perderán.

Para evitar llegar a una situación de violencia irreversible e impredecible, o a la destrucción silenciosa de todos los valores y bienes por los que considerábamos que la vida merecía la pena ser vivida (a un hobbesiano ambas cosas le dan igual, porque no van con él), el miedo tiene que cambiar de bando. Y cuanto antes lo haga, más fácil será.

Y para empezar, bien podemos estrenarnos en impedir con contundencia que este engendro de Ley vea la luz.

(Tras su aprobación, un artículo como éste también será delito.)

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Noticia referida:

El Código Penal castigará enviar tuits que inciten a alterar el orden público

El proyecto del Gobierno introduce un nuevo delito que sanciona con hasta 1 año de cárcel la difusión de mensajes de ese tipo «a través de cualquier medio». También prevé prisión para quienes ocupen bancos.

HANS KELSEN – De la Esencia y Valor de la Democracia ( audiolibro audio libro mp3 ) voz humana

Audiolibro DE LA ESENCIA Y VALOR DE LA DEMOCRACIA, del eminente filósofo y teórico del derecho HANS KELSEN, en edición y traducción de Juan Luis Requejo Pagés (Oviedo, KRK Ediciones, 2009). (Duración de la grabación completa: 5 horas).
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Grabación en mp3, capítulo a capítulo, realizada sin ánimo de lucro y destinada exclusivamente a personas discapacitadas (si usted no se ajusta a este perfil no debe oír ni realizar las descargas).
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Aunque esta lectura en voz alta no puede sustituir, en cuanto a fines de estudio, el trabajo de un texto impreso, ya que se carece de las herramientas de búsqueda, marca, anotación y subrayado tan necesarias para estructurar y fijar el conocimiento, espero que la posibilidad de una audición continua facilite su visión de conjunto, y con ello su mejor comprensión y la de los temas de que trata, absolutamente vigentes, peligrosamente actuales.
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Espero y deseo que todos aquellos a quienes va destinada esta grabación, la disfruten y aprendan con ella tanto o más que yo.

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Una petición.

quienes crean que este proyecto de grabación de audiolibros para discapacitados visuales es en si mismo algo valioso, y quieran y puedan colaborar económicamente, les ruego que contribuyan en la medida de sus posibilidades a fin de que el tiempo invertido en esta tarea sea, a la larga, un esfuerzo sostenible.

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KELSEN, Hans – DE LA ESENCIA Y VALOR DE LA DEMOCRACIA

INDICE

1. La libertad

2. El pueblo

3. El parlamento

4. La reforma del parlamentarismo

5. La representación profesional

6. El principio de mayoría

7. La Administración

8. La selección de dirigentes

9. Democracia formal y democracia social

10. Democracia y concepción del mundo

 

 

 

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Presentación:

Hans Kelsen (padre del positivismo jurídico, y autor de obras tan importantes como la Teoría Pura del Derecho, o la Teoría General del Derecho y del Estado) quizás haya sido el único intelectual de prestigio de su época que hiciera una defensa cerrada y pública de la democracia parlamentaria de partidos, como el mejor marco formal dentro del que dotarnos por consenso del contenido material de las leyes. Hay que hacer notar que, la suya, fue una época (el período de entreguerras) en que lo «moderno» pasaba por la exaltación de la violencia y las dictaduras (fuese la de derechas o de izquierdas)… Pero Hans Kelsen era un liberal relativista para quien el Imperio de la Ley era condición sine qua non de todo proyecto de convivencia que mereciera ese nombre. Una rareza de su tiempo… y ahora. Un ejemplo de decencia intelectual que, mal que nos pese, todavía tiene mucho que decirnos: habla para sus contemporáneos, nos habla a nosotros, y nos advierte de los peligros y retos que ni su generación ni la nuestra todavía fueron capaz de conjurar.

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Como introducción a la obra que hemos grabado, reproduzco a continuación algunos párrafos de la interesante reseña hecha por Ignacio Torres Muro, publicada en Revista Electrónica de Historia Constitucional, Número 8 – Septiembre 2007. (Disponible en http://hc.rediris.es/08/articulos/html/Numero08.html?id=18). (Los textos o expresiones paréntesis son míos, para dar continuidad a las ideas)

 

KELSEN Y LA TEORÍA DE LA DEMOCRACIA

Ignacio Torres Muro

I

  1. (…)
  1. (…)
  1. (…) Nos hallamos, sin duda, ante uno de los juristas clave del siglo XX. (…) sus reflexiones sobre la teoría de la democracia siguen siendo un modelo para muchos (…) Los dos trabajos básicos (sobre) ella son el que hoy reseñamos y su estudio sobre “Los fundamentos de la democracia” (1955). En ambos destaca su agudeza, coherencia y rigor técnico (…) características de todas sus publicaciones, en las que abordó la teoría general del derecho, el derecho internacional público, el constitucional y los campos adyacentes.
  1. (…)

II

  1. (…) el ideal democrático aparecía en los años veinte del siglo pasado como una obviedad del pensamiento político (pág. 35), amenazad(o), sin embargo, por las dictaduras de partido, de izquierdas o de derechas (pág. 38).
  1. (Kelsen inicia el libro haciendo un análisis del concepto de libertad, tanto desde el punto de vista ideológico como real -método que será recurrente en el análisis de todos los temas tratados en el libro. Y dice así:) (…) “solo es libre el ciudadano de un Estado libre. En el lugar de la libertad del individuo se sitúa la soberanía del pueblo o, lo que es lo mismo, el Estado libre como pretensión fundamental” (pág. 58). Ese pueblo, por otra parte, no es “un conjunto o un conglomerado de hombres, sino sólo un sistema de actos individuales determinados por el ordenamiento jurídico estatal” (pág. 64).
  1. La democracia en la que cree Kelsen es una democracia realista en la que son imprescindibles los partidos políticos (…) pues “solo desde la ingenuidad o desde la hipocresía puede pretenderse que la democracia sea posible” sin ellos (pág. 73) (democracia asamblearia). En los Estados modernos (hablamos siempre) de una “democracia indirecta, parlamentaria, en la que la voluntad colectiva normativa sólo es creada por la mayoría de aquéllos que son elegidos por la mayoría de los titulares de los derechos políticos” (pág. 87).
  1. La institución central de esas democracias modernas es el Parlamento (…) La solución (a los problemas planteados y críticas justamente planteados contra este sistema, tales como la desconexión entre electores y elegidos, la delegación, la disciplina de voto, la lealtad al partido y no al votante, la falta de correspondencia entre la voluntad del elector y del elegido, y muchos etc) es el fortalecimiento del elemento democrático con mecanismos como el referéndum, la iniciativa popular, el mandato imperativo moderno y la superación del privilegio completamente anacrónico de la inmunidad.
  1. (…)
  1. Sus reflexiones sobre el principio de mayoría son igualmente importantes, entendiendo a la protección de las minorías como la función esencial de los derechos fundamentales (derechos y libertades políticos) (pág. 139) y a la (negociación) entre mayoría y minoría como (el elemento) básic(o) en la formación de la voluntad colectiva (pág. 146), transacción que se ve favorecida por un sistema electoral proporcional, del que se muestra partidario (pág. 155). En la base del entendimiento debe hallarse, sin embargo, “una sociedad relativamente homogénea (tanto)  desde el punto de vista cultural y, (como) en particular, (con) una misma lengua” (pág. 163).
  1. Sobre la Administración y los controles (respecto del cumplimiento de la legalidad) destaca Kelsen su carácter decisivo, desde el momento en que “el destino de la democracia moderna depende en gran medida de una configuración sistemática de todas las instituciones de control (tribunales para la administración -control de los actos del Estado- y tribuna constitucional -para control del acto legislativo-). La democracia sin control es a la larga imposible, pues el abandono de la autolimitación que representa el principio de legalidad supone la autodisolución de la democracia” (pág. 181). Marca el autor aquí los límites de las actividades de esos partidos que consideraba tan importantes, pues “el principio de legalidad, al que está sometida, por definición, toda ejecución, excluye cualquier influencia de los partidos políticos sobre la ejecución de la ley por los Tribunales o por las autoridades de la Administración” (pág. 182).
  1. De no menos trascendencia es la selección de dirigentes basada en la elección entre la comunidad de los dirigidos. De este modo la concepción originaria de la libertad propia de la idea de democracia, a saber: que nadie puede dirigir a los demás, se transforma en la realidad social del principio de que cualquiera puede ser un dirigente. (De donde destaca la importancia fundamental de la EDUCACION, como condición de posibilidad de la democracia -y de su supervivencia, en especial de una educación para la democracia… pág. 208 encaminada tanto para formar electores conscientes y responsables de su acto electoral y del control de los elegidos, como para formar una clase dirigente -la de los electores- capaz de gestionar correctamente la complejidad de la administración del Estado)
  1. Dentro de sus coordenadas liberales afirma Kelsen que el valor que define por encima de todo la idea de democracia no es el de la igualdad, sino el de la libertad (pág. 211) (…)
  1. (Kelsen muestra cómo hay una estrecha correspondencia entre la cosmovisión que se tenga -concepción del mundo, de la vida, y de nuestro acceso a la VERDAD- y la actitud que se tenga frente a la democracia o a la autocracia -dictadura-); la concepción del mundo metafísico-absolutista se corresponde con una actitud autocrática (en tanto que) la crítico-relativista con la actitud democrática (pág. 224). (Por tanto) el relativismo (y el consensualismo resultante) sería la concepción del mundo que está en la base la idea democrática (pág. 226), de modo que “quien únicamente apela a la verdad terrenal y orienta los fines sociales con arreglo al conocimiento humano sólo puede justificar la coerción necesaria para la realización de esos fines si logra el acuerdo de al menos la mayoría de aquellos a quienes debe aprovechar el orden coactivo. Y este orden coactivo sólo puede constituirse de manera que también la minoría, que no está absolutamente equivocada, pueda convertirse en cualquier momento en mayoría” (pág. 229).

III

  1. (…) esta obra puede decirse (que es) a la vez (…) es hija de su tiempo, (…) y  de rabiosa actualidad.
  1. (…) Kelsen (…) (fue) uno de los pocos que asumió la defensa teórica de la democracia parlamentaria en un contexto en el que lo habitual era realizar críticas, más o menos fundadas, de la misma. (…) la postura de Kelsen era más bien solitaria pues, por activa o por pasiva, parecía en aquella época considerarse de buen tono efectuar críticas al sistema democrático, a veces dirigidas, además, no a su funcionamiento práctico, sino a sus fundamentos, como si fuera (algo) impropio de una sociedad moderna.
  1. No fueron pocos (importantes intelectuales y ciudadanos) los que se subieron a los carros del bolchevismo y el fascismo, (como) las doctrinas propias del hombre nuevo, condición ésta que se negaba sistemáticamente a una democracia y un parlamentarismo que eran objeto de ataques furibundos y desprecios sin límite.
  1. En este contexto (Kelsen) alza la bandera de (…) la democracia, y lo hace desde unas profundas convicciones basadas en la necesaria defensa de la libertad y de la participación del pueblo en la tarea de fijar cuáles (han) de ser sus destinos. (Por tanto) nos hallamos ante un pensamiento (…) contramayoritario.
  1. La lectura del libro nos traslada, (así), a tiempos especialmente difíciles para la supervivencia de los regímenes democráticos, que intentaban consolidarse con muchos problemas tras la Gran Guerra. (y) constituye un alegato en toda regla contra la tendencia, que se afirmaba con cada vez más fuerza, a abandonarse en manos de sistemas dictatoriales de uno u otro signo.
  1. Aparece entonces Kelsen como un firme defensor de la democracia, y como tal le hace pasar a la historia este escrito, sin que interpretaciones interesadas (y deformadoras) de su teoría jurídica normativista puedan apartarnos de este dato fundamental y fácilmente demostrable: cuando otros sucumbían a los cantos de sirena (del) fascismo y (del) comunismo (Kelsen) se mantenía firme, con un aparato teórico muy sólido, como era su costumbre, en la apreciación de que la democracia parlamentaria, bien construida, era la forma de organización política (como método de generación de normas, independientemente de sus contenidos) que mejor servía los intereses de las sociedades modernas. («para la determinación del contenido de la ley no hay otro camino que el de la dictadura, o el compromiso entre una pluralidad de intereses» pág. 182)
  1. Pero esa obra hija de su tiempo también lo es de rabiosa actualidad. En primer término porque nos hallamos ante un libro clásico, de esos que trascienden las circunstancias concretas en las que han sido escritos, y en segundo porque también nuestros sistemas democráticos, aparentemente sólidos tras la segunda posguerra mundial y la caída del comunismo, se enfrentan a unos desafíos importantes, que quizás sean crisis de crecimiento, pero que no dejan de plantear serios problemas a los mismos, forzándoles a revisar continuamente sus postulados básicos.
  1. En ese nuevo contexto de globalización, y surgimiento de problemas mundiales que trascienden las fronteras del Estado nacional, las democracias se presentan todavía como una excepción a la regla en lo que a sistemas de gobierno se refiere, aún cuando se hayan vivido procesos muy interesantes de democratización en diferentes países que, sin embargo, no dejan de ser regímenes permanentemente amenazados.
  1. Por eso, para los que creen que esa sigue siendo la mejor manera de organizar la convivencia en una comunidad política, los trabajos clásicos como el de Kelsen  (…) continúan siendo una buena fuente de inspiración, (formulando) con sencillez y claridad unas pautas científicas que permiten identificar aquellos entramados institucionales que verdaderamente responden al ideal democrático. Se esté o no de acuerdo con las tesis de (Kelsen), nunca se le ha podido acusar de oscuridad. Y en un mundo, como el de la teoría jurídica, que parece a veces el reino de lo abstruso, siempre ha destacado (Kelsen) por lo lógico y transparente de sus construcciones.
  1. Evidentemente, al libro se le notan los años, como no podía ser menos. Recuérdese que su segunda versión, que es la que aquí se traduce, es de  1929. Muchas cosas han ocurrido desde entonces, desde la crisis de los fascismos a la caída del comunismo, pasando por los problemas de estabilidad de gran parte de los regímenes democráticos, y las amenazas para las libertades, derivadas de fenómenos como el terrorismo global, o las recurrentes crisis económicas mundiales. Hubiese sido imposible para Kelsen ejercer de profeta –mal oficio- pero también es verdad que muchos de los principios que formula siguen teniendo una vigencia indiscutible porque, por mucho que cambien las circunstancias, y teniendo en cuenta que siempre se ha de dar una lógica evolución en los planteamientos de la vida política, hay cosas que permanecen (…) y es precisamente a esas cosas a las que dedica su atención (Kelsen en este libro).
  1. Que la democracia tiene una larga y complicada historia es algo que a nadie se le oculta, como han demostrado autores de obras colectivas cuya  cita nos releva de entrar en mayores profundidades. Tampoco su presente puede decirse que esté exento de polémicas, y ha sido objeto de una diversidad de análisis que sería imposible siquiera sintetizar en el espacio del que disponemos.
  1. La obra de Hans Kelsen se inscribe en esa atormentada historia, formando parte de uno de los estadios de evolución más interesantes de la misma: el de un período de entreguerras en el que, en ciertos Estados occidentales, ya era una realidad el sufragio prácticamente universal, con todas las tensiones que esto provocaba. Se estaba realizando por primera vez el ideal de un hombre –y una mujer- un voto, y como consecuencia de ello las tensiones sociales existentes afloraban con toda su crudeza. Los Parlamentos se convertían en campos de batalla, abandonando la relativa placidez de las Asambleas censitarias. La dialéctica mayorías-minorías dejaba de ser reflejo de desacuerdos leves entre miembros de la misma clase social privilegiada y se convertía en un debate interclasista en el que los choques eran inevitables. Se trata de un momento de ajuste decisivo en el que muchos prescindieron directamente del ideal democrático para abrazar otros credos, convencidos de que el mismo no sería capaz de superar los desafíos que se le presentaban. Ya hemos resaltado como Kelsen no fue uno de ellos, sino que intentó adaptarlo a las nuevas realidades, convencido como estaba de que era un valor que podía demostrar capacidad para afrontar los retos tan radicales que se le planteaban. En eso no le faltaron dotes de prospectiva, porque los sistemas democráticos se impusieron en el mundo occidental, primero, en la segunda posguerra y luego, tras la caída del muro, en muchas otras áreas del planeta.
  1. Cabe ahora preguntarse, sin embargo, si esas tesis planteadas en los años veinte del siglo pasado, pueden servir para algo en el presente, cuando la democracia tiene que responder a una serie de desafíos de no poca entidad, y adaptarse a unas realidades que no son, ni mucho menos, las de aquella época, en un mundo en el que  las sociedades no son tan homogéneas, hasta el punto de que se presentan importantes fracturas culturales en muchos países, y en el que los debates trascienden con facilidad las fronteras del Estado nacional, e incluso las de  los entes internacionales que han intentado salvar a éste. La respuesta es que aunque, evidentemente, muchas cosas han ocurrido, varios de los principios formulados por Kelsen aparecen hoy tan sólidos como entonces, pues sin ellos no se puede hablar de verdadera democracia.
  1. Tomemos, por ejemplo, su concepción de la democracia como método, un sistema que “da prueba de sus aptitudes, en tanto que principio de organización puramente formal, principalmente en la gestión, la dirección y la determinación de la línea, pero no en la realización, la concretización final del orden social”. Vista como “simplemente una de las posibles técnicas de producción de las normas del ordenamiento” todo el entramado aparece como “fundamentalmente incierto, no en su esencia, sino en sus resultados”. Este modo de ver las cosas extremadamente formalista no puede decirse que no resulte útil en la actualidad, cuando conviven en los Estados democráticos sensibilidades muy distintas, que solo pueden alcanzar verdaderos acuerdos sobre la manera en la que se van a tomar las decisiones que se impondrán a la sociedad en su conjunto.
  1. Es verdad, por otra parte, que la posición de Kelsen, como apuntó en su momento Wrobelsky no es, en el fondo, tan formalista, porque “si uno trata con un asunto tan extremadamente relevante ideológicamente como la democracia, el impacto de la actitud y las preferencias propias hace extremadamente difícil mantener la formalidad de los valores que uno examina. La idea de democracia formal incluso en su elaboración clásica en los escritos de Kelsen no es una excepción”. En todo caso el acento que puso el autor austriaco en que el sistema democrático puede dar lugar a casi cualquier resultado en cuanto a la organización social coactiva, le dota de una flexibilidad que le permite mantenerse en el tiempo, sean cuáles sean los cambios en el sistema que esté en su base.
  1. Otra idea que parece irrenunciable hoy en día es la de la libertad como base de toda la construcción democrática. Dreier ha destacado cómo para Kelsen el valor básico es –junto al fuertemente conectado a éste del principio de igualdad– el de la libertad, y como la democracia aparece para él, con todas sus formalidades y valores neutros, como un entramado para conseguir la mayor libertad posible para los individuos. También el método democrático de toma de decisiones ha de estar rodeado de garantías, y las decisiones mayoritarias tienen que ser el resultado de procesos en que la libertad esté asegurada. Solo así estaremos hablando de verdadera democracia, pues solo un pueblo de hombres libres, que decide en condiciones de libertad, estará tomando, con los métodos previstos por el ordenamiento, decisiones que puedan considerarse como plenamente democráticas.
  1. No menos importante en la teoría kelseniana de la democracia es el relativismo en materia de valores, el principio de tolerancia, que nos recuerda Dreier que para nuestro hombre no es solamente el fundamento teórico de la democracia, sino siempre, también, e igualmente, su mecanismo de protección decisivo. Tanto en la obra que comentamos, como en sus más ambiciosos filosóficamente “Fundamentos de la democracia”, Kelsen insiste hasta la saciedad en la imposibilidad de fijar científicamente valores absolutos, lo que debe conducirnos a considerarlos todos como relativos, actitud que es la correcta para la vida democrática, pues excluye la imposición de unas determinadas concepciones del mundo sobre otras. Esta reflexión aparece también como útil en sociedades como las nuestras, en las que existe un fuerte pluralismo de base, que, siempre que no lleve a la disolución misma del orden político, hay que considerar como enriquecedor.
  1. Conviene recordar, además, que, como aquí se refleja y es bien sabido, esta era la postura de Kelsen en el campo de la teoría jurídica, y parece fuera de toda duda que, como ha escrito Troper, es un esfuerzo vano el de “oponer a un Kelsen teórico del derecho, que sería descriptivo,  un Kelsen, teórico de la politica, uno que preservaría su pureza con respecto a las ideologías, mientras que el segundo no haría sino expresar juicios de valor. Incluso cuando habla de democracia, intenta siempre describir no la democracia sino su concepto”, de modo que la ideología que expresa “no está privada de lazos con la teoría y la metateoría positivista del derecho”.
  1. No pueden separarse los dos aspectos de la obra del autor austriaco puesto que, como se nos ha recordado, “la teoría pura del derecho es la teoría del derecho adecuada para la democracia, porque no impone ningún principio jurídico indisponible a la voluntad democráticamente legitimada de la mayoría”. Puede decirse, por tanto, que Kelsen ha sido plenamente coherente en toda su obra, y que todos los aspectos de la misma vienen marcados por esta crítica radical del absolutismo en materia de valores que impregna tanto sus trabajos jurídicos como los políticos.
  1. (…)
  1. (Pero ) Otros razonan que “la teorización de Kelsen parece insuficiente, ya que no se valoran adecuadamente los problemas redistributivos, no sólo como criterios de justicia, sino también como prerrequisitos o condiciones materiales del funcionamiento de una democracia formal basada en la participación efectiva de los ciudadanos en las decisiones de gobierno y de producción jurídica” [16].
  1. (…)
  1. Todas estas reflexiones coinciden en pedirle al autor austriaco algo que el ni podía, ni quería, dar. Al limitarse a una concepción formalista de la democracia, Kelsen se plantea para su trabajo unos límites muy claros que no pretende superar en ningún momento, entre otras cosas porque piensa que son los límites de la verdadera ciencia, más allá de los cuales nos encontramos en el terreno de la palabrería más o menos vana. Lo cierto es que esto es lo que hace de este libro una obra fundamental, un excelente punto de partida, que no excluye que se pueda ir más allá, porque en este terreno de la teoría democrática mucho se ha avanzado en los últimos tiempos, como ya hemos tenido ocasión de  señalar, pero que cabe  coincidir con I. de Otto en que “es un presupuesto del que no se puede prescindir ni siquiera a la hora de discurrir por caminos divergentes e incluso opuestos”.
  1. Podemos entonces preguntarnos, para finalizar, si sirve para algo esta obra de Kelsen a la hora de abordar los problemas de la democracia de nuestro tiempo, que ha de funcionar en sociedades multiculturales, sometidas a todo tipo de presiones desintegradoras, y en las que se pone en cuestión esa relativa homogeneidad que está en la base de las construcciones de nuestro hombre. La respuesta solamente puede ser que vale como nos valen en general los clásicos, como punto de partida a tener muy en cuenta, independientemente de que podamos superar algunos de sus presupuestos, porque si siempre ha sido necesario fijar el concepto de democracia, más lo parece hoy en día, y en esa tarea las reflexiones científicas de Kelsen son una gran ayuda por su precisión. No se puede avanzar hacia ninguna parte sin tener claros los fundamentos de  la que ha de ser nuestra labor: la de conseguir que las decisiones públicas se tomen de acuerdo con los deseos de los ciudadanos. «

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