Los enlaces situados al final de este documento corresponden a una grabación en mp3, capítulo a capítulo, del libro de Stephan Zweig «El mundo de ayer», realizada a partir de una lectura completa del ejemplar editado por Editorial Claridad de Buenos Aires, en 1942. (Duración de la grabación completa: 16 horas).
Aunque entiendo que, pasados más de 70 años desde la publicación, su difusión es libre, no obstante ello esta grabación al igual que las otras está dedicada a aquellas personas que por sufrir una minusvalía o impedimento físico no tienen posibilidad de disfrutar de la obra en edición impresa.
Para todos los demás, se adjunta a continuación un ensayo personal sobre el contexto de la obra y su autor, con el fin de abonar y hacer más fecunda si cabe su lectura, y mostrar su imperiosa necesidad y actualidad.
Espero que ambas la disfruteis tanto o más que yo.
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Una petición.
A quienes crean que este proyecto de grabación de audiolibros para discapacitados visuales es en si mismo algo valioso, y quieran y puedan colaborar económicamente, les ruego que contribuyan en la medida de sus posibilidades a fin de que el tiempo invertido en esta tarea sea, a la larga, un esfuerzo sostenible.
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STEFAN ZWEIG – EL MUNDO DE AYER
INDICE DE LA OBRA
Prefacio
1. El mundo de la seguridad
2. La escuela del siglo pasado
3. Universitas vitae
4. Paris, la ciudad de la eterna juventud
5. Rodeos en el camino hacia mi mismo
6. Pasando de Europa
7. Luces y sombras sobre Europa
8. Las primeras horas de la guerra de 1914
9. La lucha por la fraternidad espiritual
10. En el corazón de Europa
11. Retorno a Austria
12. De nuevo a mundo traviesa
13. Ocaso
14. Incipit Hitler
15. La agonía de la paz.
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Enlace al documental STEFAN ZWEIG, HISTORIA DE UN EUROPEO
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ENSAYO (PDF)
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A PROPÓSITO DE EL MUNDO DE AYER
Una reflexión sobre la obra póstuma de Stephan Zweig.
Jorge Negro Asensio.
20 de diciembre de 2012.
Introducción.
«La vida depende de la voluntad de otros; la muerte, de nuestra propia voluntad»1
«Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre para quien el trabajo intelectual fue siempre fuente de la felicidad más pura, y la libertad personal su más preciada posesión en la tierra» (23 de febrero de 1942)2
Mucho se ha escrito sobre el suicidio de Zweig, así como del suicidio de otros grandes como Walter Benjamin, sembrando dudas sobre si fue tal o fue un asesinato, o sobre las razones que les llevaran a hacerlo… no faltando, incluso, más de uno, juez de prójimos, que se permitiera dudar sobre la legitimidad de las mismas.
La realidad es que, después de leer su obra y aprender algo de Historia, de la suya y de la nuestra, no queda mucho espacio para dudar de las razones que le impulsaran a la muerte. Y, entre ellas, muchas o pocas según se mire, la que no está es la cobardía. Por el contrario, si hay alguna que destaca sobre todas es la conciencia de la felicidad de una vida plena, ejercida con orgullo como se ejerce un oficio, en libertad y con dignidad. Porque, como diría Camus algunos años después, “una (buena) razón para vivir (puede ser), al mismo tiempo, una excelente razón para morir”3.
“Europa y el mundo casi han olvidado qué cosa tan sagrada fueron antes la libertad civil y el derecho personal”4. A mostrar las condiciones que hicieron posible esa vida en libertad y dignidad, sus esperanzas y su caída en el abismo más abyecto, Zweig escribe su libro como colofón de una vida bien vivida y faro para la posteridad.
La obra es de una profundidad, extensión y maestría tales que pretender hacer un resumen de la misma, sabedor como nadie de mis propias limitaciones, sería como poco una temeridad y seguramente una necedad. Escribiera lo que escribiera sonaría no mejor que un “chico (dice que) conoce a chica” refiriéndome al Quijote. El Mundo de Ayer no es susceptible de resumen, y debe ser leído íntegramente, con detenimiento y fruición. Por propia experiencia, además, diré que una sola lectura no agota la obra, y que merece ser leída varias veces.
Por eso, no voy ni a intentar semejante osadía. Pero tampoco es posible leer a Zweig y no tener nada que decir. No puede leerse un capitulo suyo sin que tiemblen las cuerdas más intimas, en el reconocimiento de que se está delante de las claves del propio origen y destino.
A lo largo de la obra Zweig desgrana página a página la historia europea, usando su propia vida con modestia inusitada, como telón de fondo, como testigo privilegiado que por su posición social, origen y nacionalidad se ve obligado a presenciar involuntariamente los acontecimientos que determinarán para los siglos siguientes la Historia de la Humanidad.
Desde la descripción mágica que hace de su mítica Kakania de infancia hasta la caída en la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, pasan ante los ojos la historia de los grandes movimientos de masas, el socialismo, la democracia cristiana, el pangermanismo, el comunismo, el fascismo; los prolegómenos, desarrollo y desenlace de la Primera Guerra Mundial, las vanguardias artísticas, el período de entre-guerras, la Paz de Versalles y sus consecuencias, Wilson, la “doctrina de la autodeterminación de los pueblos” y su aplicación torticera que dará como resultado el hambre, la desesperación y el resentimiento, con el triunfo de los canallas y la manipulación de las masas, el auge de los nacionalismos excluyentes, y la sustitución de la convivencia por la imposición y de la razón por la violencia. Describe con belleza y precisión extraordinarias la sociedad de su época: Austria (la maravillosa Viena dos veces milenaria, polo indiscutido del Arte con mayúsculas), Alemania, Francia, Bélgica, Inglaterra. Por sus páginas desfilan muchos de los personajes señeros de su tiempo: Rolland, Valery, Hertzl, Strauss, Freud, Hoffmasthal, Rodin, Rilke, Verhaeren, Gorki, Dalí, Schnitzler… Muestra el siempre improbable, inconcebible, absurdo, y sin embargo lento e implacable desarrollo del nazismo de la mano de la estupidez política y la avaricia sin escrúpulos, ciegas a la mutación inconsciente de la desesperación en resentimiento y de la impunidad en violencia; así como la actitud cómplice, pusilánime cuando no profascista, de Europa ante los desafueros de Hitler que culmina en la estremecedora narración de los acuerdos Hitler-Chamberlain y sus nefastas consecuencias… Y la vergüenza del exilio, y de esa novedosa y degradante situación del “apátrida”.
“Antes el hombre solo se componía de un alma y un cuerpo. Hoy necesita, además un pasaporte (…) No hay posiblemente nada que ponga en mayor evidencia la caída inmensa que sufrió el mundo desde la primera guerra mundial, como la restricción de la libertad de movimientos del hombre, y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 el mundo había pertenecido a todos los hombres. Cada cual iba adonde le placía, y permanecía allí mientras le gustaba. No se conocían permisos ni prohibiciones (…) Solo ahora me doy cuenta de cuánta dignidad humana se ha perdido en este siglo, en el que de jóvenes habíamos soñado confiadamente como en un siglo de la libertad, como en la era futura de la ciudadanía universal”5
Enfrentado a sus páginas, uno no puede menos que sentir que se está ante la historia de la propia vida, ante la razón de la propia existencia… Al tiempo que, de un modo oscuro, perturbador e inexplicable, pareciera que también habla de nuestro presente, y a nuestro presente, como presagio y advertencia para el porvenir.
“Una ley inmutable de la historia veda a los contemporáneos conocer en sus orígenes los grandes movimientos que imprimen su sello a la época”6, lo que nos incapacita para prever las consecuencias de nuestros actos en relación al porvenir. Pero también sabemos, como dijera Santayana, que “aquellos que no recuerdan su pasado, están condenados a repetirlo”7. De ahí la importancia de esta obra ya que, de existir alguna posibilidad de exorcizar el mal y la barbarie, pasa por conocerlos en el pasado y reconocerlos en nosotros, conscientes de que gran parte de lo que somos se gestó entre la Segunda Guerra Mundial y la apoteosis de la sociedad de masas, la sociedad de la información y la propaganda, que hicieron su entrada con la Primera Guerra Mundial. Pero…
“Ninguna maldición más grande nos acarreó la técnica que la de impedirnos que huyamos, aunque solo sea por un instante, de la actualidad. Las generaciones anteriores podían, en tiempos de calamidades, recogerse en el aislamiento; solo a nosotros nos estaba reservada la posibilidad y la necesidad de saber y compartir en la misma hora, en el mismo segundo, todo cuanto de malo acontece en cualquier parte del globo terráqueo.”8
Ninguna maldición más grande. Porque esa simultaneidad y omnipresencia de la actualidad sobre la memoria y la reflexión, han devenido las más eficientes armas de la censura contemporánea, basada ahora en el olvido y en la saturación mediante ruido de los canales de información y comunicación.
Por eso, con afán de responsabilidad, con afán de dar razón de lo que somos y entender lo que queremos ser, con este libro entre las manos y ese pasado ante los ojos, no cabe menos que preguntarse… ¿Cómo era ese mundo, ahora desaparecido y casi mítico, partera del nuestro, previo a la Gran Guerra mundial? A ello es a lo que responde en gran medida Zweig, reflejándonos como en un espejo. Pero hoy, para nosotros, quizás con eso no baste. Porque se trata de una obra escrita para sus contemporáneos, para hombres y mujeres de su tiempo, para quienes mucho de lo que se narra no era entonces “historia”, sino casi periodismo. Por eso, hoy, para cerrar el círculo, para intentar la comprensión, quizás sea necesario responder a dos preguntas más: ¿cuáles eran los orígenes y fundamentos de ese mundo?, y ¿qué fue lo que acabó con él?.
El Mundo de Ayer. Del Antiguo Régimen al Liberalismo Doctrinario.
Desde Platón, quien comenzaba La República planteando qué difícil era envejecer con dignidad9, el rasgo definitorio de la Filosofía fue el esfuerzo continuado por construir una cosmovisión que permitiera la fundamentación racional de una forma de vida.
Del mismo modo que otros géneros literarios o formas expresivas, como la tragedia en Grecia o la novela en la Modernidad, estuvieron asociados ineludiblemente a los procesos históricos en los que nacen y se desarrollan, perdiendo sentido y significación fuera de ellos; la Filosofía nació como aspiración a sistema y cosmovisión totalizadores, intentando separarse deliberadamente de la religión y el mito, oponiéndose a ellos en términos razón frente a la revelación o la tradición. Y fuera cual fuera el marco de referencia epistemológico, tanto desde el idealismo como desde el empirismo, en sus diversas vertientes y mixturas, se intentó bien postular o describir el mundo con el fin de proponer una Etica y una Política sólidamente fundamentadas, objetivo último y rector de toda la actividad filosófica.
Esta labor de sistema y fundamentación alcanzó su apogeo con los planteamientos racionalistas y empiristas de los siglos XVII Y XVIII, pareciendo culminar en el impresionante edificio kantiano, criba, síntesis y unificación de ambas corrientes, en una nueva propuesta omnicomprensiva de lo humano.
La potencia explicativa (y el control de la naturaleza) alcanzada por las ciencias naturales, que avanzaban exponencialmente desde Galileo extendiéndose imparables a todos los campos del conocimiento, junto a la filosofía que desde la modernidad había situado al ser humano como centro y fin, y a su razón como fundamento de todo postulado, alumbraron la era de la Ilustración que se desarrolló bajo el firme convencimiento de que, de la mano de la Razón, se había entrado en el camino seguro del progreso y de la libertad, venciendo para siempre a la opresión de la ignorancia, la superstición y la tiranía.
Locke, Hume, Montesquieu, Rousseau parten de los valores de libertad e igualdad para fundamentar al nuevo ciudadano frente al súbdito, postulando a la Razón como última e inapelable instancia deliberativa. Y, pese a las notables diferencias que había entre ellos, esos tres elementos básicos se mantuvieron incuestionados a ambos lados del Canal, mostrando el estado de opinión de la época. Las monarquías plegaron su discurso a esas ideas, y tratando de canalizarlas, subiéronse al carro Ilustrado asumiendo como responsabilidad del soberano el progreso material y espiritual de su pueblo. El desarrollo de las Academias, la marina, el esfuerzo cartográfico y científico, la especulación histórica, la normalización lingüística, cristalizado desde el punto de vista simbólico y artístico en el Neoclasicismo, dio pié a la consideración de que se había arribado a un estadio de la humanidad de progreso sin tregua, cuyos males solo quedaban como fruto de una ignorancia corregible por la Razón.
Pero el Antiguo Régimen, en pugna con los elementos ilustrados, se opondrá violentamente a todo lo que suponga merma de sus privilegios, abocando al proyecto ilustrado a un callejón sin salida en tanto que se disparaban las tensiones sociales. En una época en la que el esclavismo había alcanzado su apogeo, y las guerras se hacían por el control de materias primas y mercados que ya no estaban dentro de los dominios territoriales de las monarquías, el “mundo” (no el mundo físico, sino ese complejo sistema de relaciones que da sentido a la vida), de igual modo entonces como ahora, se percibiría seguramente de modo muy diferente según de quién, dónde y en qué parte de la escala social se estuviese. Y el nuevo ciudadano ya no estaba dispuesto a no recibir explicaciones ante la arbitrariedad del poder.
A finales del siglo XVIII acontecieron dos hechos muy diferentes que sin embargo resultarían complementario para la Historia: la independencia de las 13 colonias americanas y la Revolución Francesa. Amba, fueron corolario de la Guerra de los 7 años y representaron la culminación práctica de las ideas de la Ilustración en contra del Antiguo Régimen y el Despotismo Ilustrado. Ambas hincharon sin medida la imaginación de medio mundo, mostrando con osadía que todo lo pensable era posible, mientras se llenaba de pavor la otra mitad. Una triunfó, la americana, quizás porque era la que parecía más insignificante e intrascendente, determinando el destino del mundo dos siglos después; la otra, percibida como un apocalipsis, fue aplastada tras un largo baño de sangre en el que las monarquías europeas no escatimaron esfuerzos para dar un escarmiento.
El mismo Kant, opuesto tajantemente al derecho del pueblo a levantarse contra su gobernante, se vio tan conmovido por la Revolución Francesa que hizo de ella el acontecimiento histórico determinante para su visión de progreso moral de la especie, refiriéndose al mismo como “un hecho de nuestro tiempo que prueba esa tendencia moral del género humano”:
“La revolución de un pueblo pletórico de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular miserias y atrocidades en tal medida que cualquier hombre sensato nunca se decidiese a repetir un experimento tan costoso, aunque pudiera llevarlo a cabo por segunda vez con fundadas esperanzas de éxito y, sin embargo, esa revolución —a mi modo de ver— encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están comprometidos en el juego) una simpatía rayana en el entusiasmo, cuya manifestación lleva aparejado un riesgo, que no puede tener otra causa sino la de una disposición moral en el género humano.”10
Un joven Hegel, que por esos tiempos compartía seminario en Tubinga con Shelling y Holderlin, quedaba también fascinado por la Revolución. que luego rechazaría ante el Terror jacobino. Para Hegel la Revolución constituía la introducción de la verdadera libertad en las sociedades occidentales, por vez primera en la historia. Y esta novedad absoluta lo era también radical, materializada en el aumento abrupto de la violencia. La revolución, por consiguiente, ya no tenía hacia dónde volverse más que a su propio resultado, y la libertad conquistada con tantas penurias acababa consumida en un brutal Reinado del Terror. La Historia, no obstante, progresaba aprendiendo de sus propios errores, y sólo después de esta experiencia, y precisamente por ella, podía postularse la existencia de un Estado constitucional de ciudadanos libres, que consagrara tanto el poder organizador benévolo (supuestamente) del gobierno racional como los ideales revolucionarios de la libertad y la igualdad.
En la Fenomenología del Espíritu (publicada en 1807 en pleno apogeo napoleónico) Hegel trata de la historia europea, desde la Grecia clásica hasta la Alemania de su tiempo, dividiendo el periodo en tres grandes fases:
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La primera es la de la unidad originaria (la polis de la Grecia clásica), donde la felicidad proviene de la armonía entre el todo (la ciudad) y las partes (los ciudadanos). Los individuos entienden su destino como expresión directa del destino colectivo. La leyes humanas y divinas coinciden y los hombres viven de acuerdo a la costumbres heredada, que es fundamento de una ética espontánea, muy distante de la moral reflexiva. Este momento de armonía primigenia representa una especie de infancia de la humanidad, feliz en la inmediatez natural de sus vínculos y en sus certidumbres aún no cuestionadas. Pero no puede durar, ya que su precio es la falta de desarrollo. El Espíritu, por naturaleza, busca profundizar en su propio contenido y tal como Adán, y con las mismas consecuencias, no puede dejar de comer del fruto del árbol de la sabiduría, rompiendo el encanto del Jardín del Edén y abriendo el abismo entre la ley divina y la humana. Los hombres se individualizan entrando en conflicto unos con otros, quebrando la comunidad original. La guerra y el sufrimiento se hacen inevitables. Se enfrentan familias y ciudades buscando cada uno someter a los demás. Se pierden las viejas costumbres, y su legitimidad natural, espontánea, evidente e incuestionada. La infancia queda atrás y los hombres se adentran en un estado social caracterizado por la división y el extrañamiento: el Espíritu entra en el reino de la alienación.
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La segunda es una división conflictiva pero desarrolladora (Roma, el feudalismo y la edad moderna hasta la Revolución Francesa). La unidad primigenia y la totalidad ceden a la lucha de las partes generando un fuerte sentimiento de infelicidad. Lo particular (los individuos o los grupos) se rebela contra lo general (la sociedad o comunidad) y el tejido social se escinde entre la esfera privada y la pública, separándose el Estado de la sociedad. Esa infelicidad encuentra en el cristianismo su expresión religiosa adecuada, en la idea de un Dios trascendente, inalcanzable e incomprensible. La vida se hace misterio, y el misterio esencia de Dios. Ese conflicto entre el todo y las partes alcanza su culmen en el conflicto entre la Ilustración y la Fe. La fe, el sentimiento religioso, representa lo general, la totalidad, aunque de una manera mística. La Ilustración representa la fuerza analítica del intelecto, la profundización por medio de las ciencias especializadas en las singularidades de la existencia, y el dominio ilimitado de lo individual y lo particular. En este enfrentamiento triunfa la Ilustración, y la fe se desintegra.
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La tercera fase, a partir de la Revolución Francesa (el “presente” de Hegel) es la vuelta a la unidad, enriquecida por todo el desarrollo anterior. La victoria del intelecto –negación del todo o la unidad– sólo es temporal, y prepara la victoria definitiva de la totalidad bajo la forma del sistema omniabarcante de Hegel. La Revolución Francesa ha representado el intento de instaurar sobre la tierra el reino “la libertad absoluta”, por una razón individual ensoberbecida que se ha decidido a actuar con plena libertad y sin límites, como si el mundo pudiese crearse de nuevo y a su antojo. El cuestionamiento de la fe y la elevación del intelecto humano al sitial de Dios han creado la ilusión de que todo puede ser cambiado de acuerdo al plan de los reformadores revolucionarios. Pero se trata solo de la hybris de la razón que se vuelve contra todo lo existente, un malentendido trágico que solo podía terminar en el terror. Cada líder y cada facción revolucionaria trata de imponer al resto sus utopías para crear un nuevo mundo a su antojo como si fueran dioses. Pero estos nuevos dioses, decididos a hacer el bien a la humanidad a cualquier precio, acaban combatiéndose unos a otros con esa ceguera y ensañamiento que sólo quienes se creen portadores de la bondad extrema pueden exhibir, acabando el reino de la “voluntad general” en el reino del terror de Robespierre. No obstante, ese final trágico no implica una evaluación negativa: dentro de la lógica historicista la Revolución Francesa será un momento determinante de la realización del Espíritu. La Revolución fue el intento grandioso de transformar a cada individuo en el dueño del mundo y de su destino, sometiendo toda objetividad, todo lo dado, a la voluntad transformadora del ser humano, y cumpliendo así, radicalmente, el programa de la Ilustración, al tiempo que mostraba sus deficiencias y preparaba el terreno a la reconciliación final.
La euforia era generalizada. Francia había mostrado al mundo que el espíritu de la Ilustración era realizable. Que todos los hombres eran iguales por naturaleza y que el pueblo era soberano hasta el extremo de que cualquier ciudadano podía aspirar legítimamente a toda la escala de lo humano. Pero esa euforia, también, era peligrosamente contagiosa, y en el convencimiento de que su destino estaba unido al de Francia, las monarquías europeas abandonaron el espíritu ilustrado, apartando o encarcelando a los -ahora llamados- “afrancesados”, comprometiéndose entre ellas a exterminar a cualquier precio la revolución y a restaurar el Antiguo Régimen. En Francia, las urgentes necesidades militares frente a un enemigo tan temible (tanto interior como exterior) hicieron naufragar gran parte de las aspiraciones ilustradas, radicalizando la Revolución, persiguiendo a los disidentes, y obligándole a combatir fuera de sus propias fronteras, sabedora de que en la pasividad no había defensa posible. En ese sentido, puede decirse que Napoleón fue la respuesta de Francia al ataque simultáneo de las monarquías europeas, y que sus campañas militares fueron la huida hacia adelante de una sociedad que sentía que no cabía aspirar a ningún equilibrio, y que su supervivencia dependía exclusivamente del exterminio o del sometimiento del enemigo.
Es una cruel ironía que la Revolución exportara con Napoleón, junto a los más altos principios Ilustrados como el Código Civil, las condiciones a su más enconada oposición: la aversión a todo lo que sonara “afrancesado”, liberalismo y laicismo incluidos, así como la exaltación de una idea de nación, vaga y contradictoria (tanto como constructo político artificial o como “hallazgo” de las esencias propias de cada pueblo) que ha llegado hasta nosotros con las mismas contradicciones, y ha servido de fundamento tanto a las guerras de conquista del “espacio vital” como a los movimientos independentistas y descolonizadores.11
La derrota de Napoleón en Waterloo, en 1815, restauró la monarquía borbónica en Francia y dió paso a un pacto supranacional de sistema de Congresos (siendo el primero el de Viena, de 1815) y a la Santa Alianza, firmada entre las monarquías de Austria, Rusia y Prusia (a las que se uniría posteriormente Inglaterra) con el fin restaurar el Antiguo Régimen, garantizando solidariamente la seguridad de las monarquías para evitar un nuevo episodio revolucionario como el francés. La actitud de la Alianza fue tan reaccionaria que se volvió inoperante apenas 10 años después, previa inútil sangría, persecución, exilio o encarcelamiento de todo lo que sonara “liberal”. Y es que la Historia, hasta donde sabemos, no puede ir hacia atrás, y el conocimiento, verdadera manzana envenenada del Arbol de la Ciencia, una vez adquirido, llena con su ponzoña toda inocencia. El mundo de 1820 ya no se parecía en nada al de 1870, y aunque la Revolución Francesa había muerto, antes de morir había dejado en herencia recuerdos, ideas, hechos y contradicciones que condicionarían para bien y para mal la historia de las generaciones siguientes hasta nuestros días.
Con el Romanticismo y el nacionalismo como exaltación superlativa de lo individual y de lo colectivo, el pensamiento ilustrado y liberal se dividió según las muy diferentes sensibilidades, de acuerdo a la extracción, procedencia y experiencias de sus actores, dando lugar a la mayor parte de las variantes del pensamiento político que dominará el siglo XIX, desde los socialismos hasta el positivismo. Una parte de ese sector liberal, coincidente en gran medida con el más pudiente (y que en Francia había medrado a la sombra del nuevo Imperio), buscará un “pacto de no agresión” con los sectores más dialogantes del Antiguo Régimen, bajo el marco de lo que se dio en llamar “liberalismo doctrinario”12. Esta versión del liberalismo, pragmatista, posibilista, entendía que lo ocurrido en la Revolución Francesa, ese vacío de poder y baño de sangre subsiguientes, era algo que no podía volver a ocurrir y que era obligación de los hombres de bien buscar el camino para conseguir el progreso y su consolidación, de forma progresiva, mediante la negociación y la política, evitando a toda costa otra caída en el abismo.
Las monarquías, interesadas en desprenderse de las ataduras feudales que mermaban su poder en beneficio del poder político privatizado, propio del Antiguo Régimen, aceptaron someterse, desde luego “voluntariamente”, al concepto de Carta Otorgada, promoviendo un “constitucionalismo de arriba hacia abajo”, frente al constitucionalismo de abajo a arriba propio de la Revolución Francesa o de la Constitución de Cadiz. Con ello la corona “daba” una Constitución, aceptando la demanda liberal, pero manteniendo la soberanía en sus manos. Se garantizaban los principios ilustrados básicos, tales como el Imperio de la Ley, la separación Iglesia-Estado, una cierta representación -desde luego censitaria, aunque habría una progresiva extensión del censo electoral- y un fuerte reforzamiento de la burocracia administrativa. La Administración del Estado fue la cuña por la que la burguesía entró en las más altas magistraturas, desplazando definitivamente a la aristocracia y relegándola a la oficialidad militar y a los cuerpos diplomáticos.
La Segunda Revolución Industrial y la necesidad de responder con industria pesada a la pujanza inglesa, unieron la capacidad financiera de la alta burguesía con la necesidad imperiosa de capital por parte de las monarquías europeas, acabando de posicionar a aquella como un grupo de presión sin el cual ya no fue posible gobernar.
Esa burguesía liberal, erigida en poder financiero, se veía a si misma como bisagra social, entre una aristocracia alejada de la realidad y una pequeña burguesía, clases trabajadoras y campesinas que clamaban cada vez más visibilidad y representación. Entre el fin de la Restauración, con la muerte del Zar Alejandro I en 1825, y el baño de sangre de la Comuna de Paris en 1871, Europa vivió medio siglo de Pax liberal, en el que tanto las revueltas del hambre como las nacionalistas fueron consentidas, provocadas o canalizadas, para luego ser traicionadas, arrancando compromisos a las monarquías en tanto que se afianzaba el poder de la alta burguesía, siempre en nombre del pragmatismo, del posibilismo y de los “más altos valores de la civilización”. El liberalismo doctrinario confiaba en tener una misión histórica: la de alcanzar, sino todos, gran parte de las aspiraciones ilustradas, por la vía de un progreso prudente y la negociación, usando las revueltas como fuente de miedo frente a la aristocracia, y acallándolas con la menor violencia posible, pero no escatimándola si fuera necesario, haciendo y consiguiendo pequeñas concesiones que permitieran la lenta y permanente mejora de las condiciones de vida de la población, de su clase y de su patria. Y lógicamente, no se trataba de simple filantropía, sino de un interés que se suponía objetivo y compartido. Las reformas agrarias, tendentes a expulsar al campesino del agro, generaron bolsas de proletarios disponibles en las periferias de los centros industriales, causando a su vez problemas políticos y técnicos mayúsculos que obligaron a una planificación urbanística inédita, para dar solución a la escasez crónica de vivienda, a los gravísimos problemas de salubridad o la provisión masiva de alimentos, etc. A excepción de la Península Ibérica y Rusia, que llegaron también tarde y mal a esta Segunda Revolución Industrial, el campo, que estaba densamente poblado a fines del siglo XVIII, hacia fines del siglo XIX aparecerá vacío. Las ciudades, en cambio, que eran pequeños centros administrativos y palaciegos, se convertirán en bolsas cada vez más grandes de humanidad. Europa, que corre tras Inglaterra, siempre un paso detrás, en el intento de emular su desarrollo capitalista industrial se sumará al juego colonial en un tablero que ahora abarca todo el orbe, a la caza, captura y control desesperados de los mercados mundiales de consumo y de materias primas. Sus excedentes poblacionales, antes víctimas de cruentos ajustes demográficos vía pestes o hambrunas, ahora, con el desarrollo de la salubridad pública y de las nuevas vías de comunicación marítima y del vapor, son expulsados hacia las colonias, en mareas humanas que a lo largo del siglo XIX volverán europea toda la faz de la tierra conocida, a excepción quizás de China que resistirá el embate prácticamente hasta nuestros días.
Francia, Alemania y Austria centraron sus esfuerzos en ese desarrollo de la industria pesada mediante un capitalismo de Estado a base de empréstitos (donde, como decíamos, la burguesía tuvo un papel preponderante) a diferencia de Inglaterra, que por ser la primera pudo basarlo progresivamente en la industria artesanal y el ahorro propio. En el esfuerzo por competir contra la excelencia de la industria inglesa, y contra su dominio monopolístico de los mercados basado en el control de las rutas marítimas, las monarquías continentales recurrieron al nacionalismo y a la protección arancelaria de sus productos y mercados, usando de la idea napoleónica de “construcción nacional” (desarrollo de la burocracia, del derecho, de la unidad lingüística, de la educación pública y del ejército nacional13), asegurando un mercado nacional y entre socios, al tiempo que vaciaban de contenido el discurso de los irredentos y nacionalistas. Así, el liberalismo doctrinario y su estrategia posibilista consiguieron mantener en el poder a las monarquías (y a si mismos) hasta la primera Guerra Mundial, graduando selectivamente los beneficios y la represión de las revueltas obreras o irredentistas, al tiempo que se subían con éxito al carro de la segunda revolución industrial y del expansionismo imperialista colonial.
La explotación de los trabajadores y campesinos de antaño, ahora derivada a las colonias junto con los excedentes de población, dio paso a un vertiginoso progreso urbanístico y social. Pero, con todo, la situación de partida era tan nefasta que se sucedían las revueltas multitudinarias por toda Europa, propagándose contagiosamente. Karl Marx, en El Capital, mostraba con precisión abrumadora el estado del conocimiento de la cuestión social hacia 1850. Su trabajo, lejos de ser una especulación filosófica en el vacío, era la cruda exposición de la recopilación ordenada de actas del Parlamento inglés e informes públicos europeos14. La violencia y la represión eran una realidad y no una cuestión de propaganda política. La creciente sindicación de los proletarios, facilitada involuntariamente por su apiñamiento en las urbes industriales, creará una fuerza de choque, cada vez más preparada y formada, que progresivamente tomará conciencia de si. A lo largo de la segunda mitad del siglo pasará de ser una fuerza temida y despreciada a ser el interlocutor necesario que acabe desplazando en cierta medida a la burguesía liberal, finalmente reconvertida en clase media de una nueva sociedad de masas. El socialismo, que hasta entonces no pasaba de ser más que el sueño utópico de liberales de clase alta, como Tolstoi, o el discurso exaltado e inane de radicales de café, se introducía ahora en las fábricas y en los suburbios mostrando a la gente el origen de sus condiciones de vida y, peor aun, horror de gobiernos, las herramientas políticas y sindicales para mejorarlas. Con la escuela pública y la proletarización de la pequeña burguesía se sembraron las condiciones para el surgimiento de los movimientos socialistas, comunistas y anarquistas que marcarían el final del siglo, unos movimientos que, cada vez más, escaparían al control del liberalismo doctrinario, aunque no a su manipulación151617.
Bismark fue quizás el mayor exponente alemán de ese modo de entender la política. Desarrolló un poder autoritario y paternalista tendente a neutralizar el auge de las clases medias y el movimiento obrero alemán, que por su época empezaba a organizarse en el cada vez más poderoso Partido Socialista. Su enfrentamiento con el nuevo emperador Guillermo II, partidario de incrementar la aventura imperial, acabó con él primero y arrastró al segundo a una vorágine armamentística e imperialista que no culminó sino con su caida tras la primera Guerra Mundial.
Por su parte Austria-Hungría era un ente imposible. La monarquía de los Habsburgo, la Doble Monarquía del Danubio, la mítica Kakania18 de Robert Musil (K+K=Kaiserlich-Königlich, imperial-real) además de los territorios alemanes y bohemios/checos, poseía lo que hoy en día es Hungría, Eslovaquia, el sur de Polonia, Eslovenia, Croacia, el noroeste de Rumania (Transilvania), Bukovina, el sur de Tirol y Bosnia. Con capital en Viena, en el imperio se hablaban Alemán, Húngaro y Latín como idiomas oficiales, además de Checo, Polaco, Rumano, Esloveno, Eslovaco, Serbio-Croata, Ucraniano e Italiano. Los movimientos nacionalistas (y/o democráticos) en su interior eran un puro veneno que amenazaba la totalidad de la existencia, y a ahogarlos dedicó toda sus energías el Canciller Metternich hasta las revoluciones de 1848 que, con el fracaso liberal de someter al emperador alemán a una constitución, termina con toda posibilidad de unificación de la Gran Alemania.
Francisco José I, gobernó Austria-Hungria desde 1867 hasta 1916 (su mujer Isabel, la famosa Sissi, murió asesinada por un anarquista en 1898). Aunque el emperador se reservaba competencias en asuntos de defensa o relaciones exteriores, en lo demás a partir de 1860 propició un régimen parlamentario bicameral reconociendo la libertad religiosa, de pensamiento y de asociación. El sistema de sufragio, censitario e indirecto a través de cuatro curias, excluyó a los trabajadores del sufragio hasta 1897, cuando se les integró través de una quinta curia. El sufragio universal y directo se alcanzó en 1907 en beneficio de los grandes partidos de masas, el socialdemocrata, el socialcristiano y el pangermanista. El potente desarrollo capitalista hizo retroceder las instituciones feudales, creciendo el PNB al 1,45% anual entre 1870 y 1913 (frente al 1% del Reino Unido o Francia, o el 1,45% alemán) alcanzando en 1914 el quinto puesto europeo y sexto mundial, tanto en PNB como en capacidad industrial y comercial. Desde el punto de vista de las infraestructuras, en 1854 Austria contaba con 2.000 km de vía férrea (el 70% propiedad del Estado) que en 1879 se habían convertido en 14.000 km dando poderosa cohesión a la economía del imperio. Pese a la gran depresión mundial de la década de 1870 para 1900 Austria ya había conseguido construir otros 25.000 km alcanzando los 45.000km en 1914 (tercera de Europa).19
Pero esa pujanza, vertiginosa en los números, se vivía en kakania de un modo muy diferente. Asi es como describía Musil, en 1932, lo que luego llamaría Zweig el “mundo de la seguridad”:
“Allí, en Kakania, aquella nación incomprensible y ya desaparecida, que en tantas cosas fue modelo no suficientemente reconocido, allí había también velocidad, pero no excesiva. (…) Por estas carreteras, naturalmente, también rodaban automóviles, pero no demasiados. Aquí se preparaba, como en otras partes, la conquista del aire, pero sin excesivo entusiasmo. De cuando en cuando se enviaba algún barco a Sudamérica o al Asia oriental, pero no muchas veces; (…) El lujo crecía, pero muy por debajo del refinamiento francés. Se cultivaba el deporte, pero no tan apasionadamente como en Inglaterra. (…) El país estaba administrado por un sistema de circunspección, discreción y habilidad, reconocido como uno de los sistemas burocráticos mejores de Europa, al que sólo se podía reprochar un defecto: para él genio y espíritu de iniciativa (…) era incompetencia y presunción. (…) En Kakania el genio era un majadero (…) Según la Constitución, el Estado era liberal, pero tenía un gobierno clerical. El gobierno era clerical, pero el espíritu liberal reinaba en el país. Ante la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos. Existía un Parlamento que hacía uso tan excesivo de su libertad que casi siempre estaba cerrado; pero había una ley para los estados de emergencia con cuya ayuda se salía de apuros sin Parlamento, y cada vez que volvía de nuevo a reinar la conformidad con el absolutismo, ordenaba la Corona que se continuara gobernando democráticamente.”
Sobre los problemas nacionalistas seguía así:
“De tales vicisitudes se dieron muchas en este Estado, entre otras, aquellas luchas nacionales que con razón atrajeron la curiosidad de Europa, y que hoy se evocan tan equivocadamente. Fueron vehementes hasta el punto de trabar por su causa y de paralizar varias veces al año la máquina del Estado; no obstante, en los períodos intermedios y en las pausas de gobierno la armonía era admirable y se hacía como si nada hubiera ocurrido. En realidad no había pasado nada. “
Y respecto de lo que pudiéramos llamar el “carácter” nacional continuaba:
“Únicamente la aversión que unos hombres sienten contra las aspiraciones de los otros (en la que hoy estamos todos de acuerdo), se había presentado temprano en este Estado, se había transformado y perfeccionado en un refinado ceremonial que habría podido tener grandes consecuencias, si su desarrollo no se hubiera interrumpido antes de tiempo por una catástrofe.
En efecto, no solamente había aumentado la aversión contra el conciudadano hasta ser un sentimiento colectivo; incluso la desconfianza frente a sí mismo y al propio destino había adquirido un carácter de profunda certidumbre. Se procedía en este país —y hasta los últimos grados de la pasión y sus consecuencias— siempre de distinto modo de como se pensaba, o se pensaba de un modo y se obraba de otro (…)
Si hay alguien que tenga buena vista podrá ver que lo sucedido en Kakania fue precisamente eso, y en eso era Kakania, sin que lo supiera el mundo, el Estado más adelantado; era el Estado que se limitaba a seguir igual, donde se disfrutaba de una libertad negativa ”
Ese era “el mundo de ayer”: pujante pero contenido, liberal pero prudente, ilustrado, culmen del desarrollo positivo de las ciencias y ejemplo del control del hombre sobre la naturaleza y la sociedad. Un mundo donde las condiciones sociales mejoraban cada año sobre el anterior sin riesgos, sin aventuras, en la conciencia de haber entrado en una senda segura de progreso.
Pero un “mundo” no es una mera cuestión de hechos, sino de relaciones. Y sin llegar al extremo de pretender postular tantos “mundos” como número haya de seres humanos, es verdad que los seres humanos nos movemos en círculos de relaciones que dan acceso a concepciones virtuales del “mundo” únicas e intransferibles, aunque compartidas en cierto grado con muchos otros20.
Junto a ese “mundo de ayer” había otros muchos “mundos”, dentro y fuera de Austria. El mundo de los socialistas, el mundo de los irredentistas, el mundo de las minorías étnicas o religiosas, el mundo de los progromos y el mundo de los imperios coloniales. Y esos mundos tenían, necesariamente, una visión diametralmente opuesta entre ellos respecto de su sistema de relaciones, de “su” mundo. Muchos de esos “otros mundos” eran mundos que crecían sobre la explotación de ingentes masas humanas, propias o derivadas del reparto colonial, de un planeta cada vez más acotado y parcelado que forzaba al enfrentamiento bélico en todos los rincones. Eran mundos de revoluciones, como las de 1830, 1848, 1868 -la Gloriosa- o 1871 -la Comuna de París- causadas por un descontento popular aprovechado hábilmente por la burguesía para posicionarse frente a la Restauración; mundos de guerras, como la guerra de la independencia griega (1821-1832) fuente de inspiración de todo romántico europeo, con Lord Byron a la cabeza; las guerras del Opio (1839-42 y 1856-60) que acabaron con la independencia china; las guerras de la independencia italiana (1848 y 1859-61) o la revolución húngara (1848); la guerra de Crimea (1854-56) con el fin de evitar el crecimiento de Rusia sobre el Imperio Otomano; la guerra de los Ducados de Austria y Prusia contra Dinamarca (1864); la guerra austrio-prusiana (1866) que acaba convirtiendo a Alemania en estado hegemónico; la guerra franco-prusiana (1870). Cuando uno lee cómo Max Nordau21, otro “judío” aconfesional, en medio de una descripción desoladora de toda Europa, dice que:
“En Austria-Hungría diez nacionalidades están oprimidas unas por otras, y desean hacerse todo el mal posible. En cada provincia, casi en cada aldea, las mayorías esclavizan y sacrifican a las minorías; cuando éstas no pueden resistir más, fingen sumisión con la rabia en el alma, y anhelan el desquiciamiento y ruina del imperio, como único medio de salir de una situación intolerable”
…uno puede considerar esos “mundos”, cualquiera de ellos, con muchos adjetivos… pero no precisamente con el de “mundos de la seguridad”. Y sin embargo todos esos mundos coexistían, y todos eran a su vez verdaderos. Ello era posible porque un “mundo” no es solo “lo que hay”, hechos y relaciones, sino que también se compone de una historia y un futuro expresado en aspiraciones y expectativas.
En medio de todos esos “mundos”, el mundo de Zweig se remontaba hasta la “paz perpetua” que había permitido augurar a Kant en 1795 el fin de la prehistoria bélica de la humanidad. El fin de las guerras napoléonicas había alimentado esa esperanza, que la represión posterior al Congreso de Viena, de donde emergerá toda una filosofía del desencanto, tanto en lo político como en lo artístico22, mutaría en grande y generalizada desazón.
Pero mientras tanto, mientras llegaba el desencanto y se enconaba, Hegel había construido un edificio cosmovisivo desde el que la burguesía liberal, y su expresión teórica, el liberalismo doctrinario, podrían mirarse a si mismos ufanos, y explicar la expansión y el dominio colonial. La Europa postrevolucionaria había plasmado un nuevo principio que se transformaría en eje del nuevo Estado, el “Estado racional”. Un Estado que no negaba las distinciones anteriores propias de la sociedad civil ni tampoco al individuo pero los subordinaba a todos en una nueva unidad orgánica, en una armonía superior que era así la negación de la negación, el fin de la alienación, y la reconciliación de las partes con el todo y de los individuos con la comunidad. Con ello se pasaba al momento culminante de la realización del Espíritu, la del Espíritu cierto de sí mismo que alcanza su forma más adecuada en la “filosofía absoluta”, que no es otra que la de Hegel. La lección de la revolución francesa fue decisiva para que Hegel abandonara todo sueño utópico –entre ellos aquellos de un restablecimiento de la armonía primigenia de la polis de la Antigüedad– deviniendo un pensador profundamente conservador. El fracaso del reino de la libertad absoluta mostraba que los hombres, en realidad, nada tenían que cambiar en lo esencial, que no pueden construir un mundo a su antojo, que el pasado no es irracional, que lo que ha existido tiene un sentido y contenido duraderos, que se trata de las expresiones de la razón en sus distintos momentos, y que todos ellos son necesarios para alcanzar la forma adecuada. Al fin de la Historia no queda sino la reconciliación y la vuelta del Espíritu a sí mismo: por tanto, la tarea ahora no es destruir la herencia del pasado sino reconocerla para darle forma definitiva, armoniosa y racional, según la Idea ya realizada. Con ello Hegel devenía uno de los formalizadores más notables de la superioridad europea, sobre todo del norte de Europa sobre las demás culturas del mundo: la Historia Universal nacía en Asia culminando en Europa, siendo la Modernidad la manifestación más alta del pensamiento humano, que se muestra en la Reforma Protestante, la Revolución francesa y la Ilustración.
Con estos mimbres es con los que se teje el “mundo de la seguridad”. Un mundo que nacía herido de todos los males que acabarían con él cien años después, en un primer acceso con la Primera Guerra Mundial y, definitivamente, con el fin de la Segunda, y del que Hegel no vería más que el intento de Restauración, falleciendo en 1831.
La obra casi hegemónica de Hegel nació así envenenada por el desencanto, y desde ella o contra ella surgirían nuevas forma de pensar, expresar y hacer filosofía que irían desde la explicación del materialismo marxista, el pre-existencialismo de Kierkegaard, el escape de la metafísica de Nietzsche, o la crítica a la ontología de Martin Heidegger, hasta nuestros días.
Al igual que, en el arte, el Neoclacisismo expresaba las aspiraciones de orden de la Ilustración, y el Romanticismo nacía para expresar la recién conquistada libertad individual y el drama del destino y lo telúrico (fundamentos de la Revolución); el Realismo surgió del desencanto para mostrar esos “otros mundos” que no se ajustaban a la cosmovisión oficial.
Tras el fallido intento de Restauración, el Estado Racional de Hegel ya no se sostienía más que como aspiración utópica de una alta burguesía ilustrada, instalada cómodamente en un productivo maridaje con los terratenientes provenientes del Antiguo Régimen, reconvertidos ahora a la política de salón y a la inversión industrial y financiera. Y aunque la firma de su partida de defunción deberá esperar hasta el final de la primera guerra mundial23, con la eclosión de la sociedad de masas, desde 1830 comenzó a calar la idea de que el mundo no era como parecía ni como se contaba, empezando a desarrollarse lo que Ricoeur llamaría más de un siglo después “las filosofías de la sospecha”.
La sospecha y el fin de la seguridad.
Marx, Nietzsche y Freud, aunque con distintos presupuestos y razonamientos, llegaron a la conclusión de que la conciencia engañaba a su portador. Para Marx, enmascaraba intereses económicos; para Freud, lo reprimido en el inconsciente; y para Nietzsche, el resentimiento del débil. Pero más allá de esta labor de destrucción de la política, las percepciones de la conciencia o de la ética, había una labor de construcción: Marx buscará la liberación del nuevo ciudadano-obrero por medio de una praxis de desenmascaramiento de la ideología burguesa; Freud intentará la curación por medio del conocimiento de la conciencia de su anclaje en el inconsciente y por la aceptación del principio de realidad; y Nietzsche pretenderá la restauración de la fuerza original del hombre por la superación del resentimiento y de la compasión. Los tres se centrarán en una labor arqueológica (genealógica) de búsqueda de los principios ocultos de la actividad consciente, para construir luego un reino de fines que, tras el nihilismo metodológico, viene a recuperar el sentido, restableciendo la ingenuidad purificada.
Y no es casualidad que estos tres autores surgieran tras Hegel y el desencanto. Junto a ellos, una pléyade de intelectuales y artistas se alzaron, invadiendo todas las esferas del pensamiento, ante las contradicciones de la existencia frente al discurso oficial. Las artes visuales sufrirían cambios revolucionarios, tanto formales como materiales, tras un realismo que, a medida que se acercaba el fin del siglo, en la búsqueda de la esencia y del fundamento, derivaría hacia un alejamiento de lo figurativo rumbo a la conceptualización. En literatura, Baudelaire o Balzac proponían un estudio de la sociedad en “todas las úlceras como un médico en un hospital”. Un lejano Thoreau propondría con gran influencia, incluso sobre Tolstoi, su “Ensayo sobre la desobediencia civil”. Rudolf Steiner desarrollaría su teosofía, de gran repercusión hasta la actualidad, con seguidores tan disímiles como Huxley o Kandinsky; Maurice Maeterlinck haría popular y cercana la mística y el simbolismo. En el extremo opuesto Shaw o Wells impulsarían la sociedad fabiana, base del socialismo democrático y del Partido laborista, promotora infatigable de la Sociedad de las Naciones y de la constitución de un gobierno mundial. Igual que en las ciencias positivas una aparentemente inconmovible mecánica newtoniana empezaba a tambalearse ante los embates del electromagnetismo, y la biología adquiría una nueva perspectiva con Darwin, todos los fundamentos del Mundo de Ayer, los ideológicos, los científicos, éticos o epistemológicos se tambalearon.
El “mundo de la seguridad” acabó con el siglo, mostrándose un frágil oasis, efímero y minúsculo. Una gota de tiempo en una Historia envejecida por la geología, más allá de todo lo imaginable. Una mota de polvo en un espacio parcelado, disminuido hasta la asfixia por las comunicaciones. Con lo humano reducido a mero accidente natural e intrascendente, el Mundo de Ayer, basado en la prudencia, la experiencia, la paciencia y el orden, las tradiciones y la confianza en valores “sagrados”, cedió, enfermo de sus propias contradicciones, ante el empuje incontrolado de fuerzas excluyentes, de la razón y de lo irracional, de la ciencia y de lo místico, del universalismo y de lo telúrico, de las tradiciones y de la juventud, del pacifismo y de la fuerza bruta. Contradicciones todas que amenazaban a ese mundo desde su origen, y que medraron gracias a su negación deliberada, en rebelión creciente contra un orden político, económico e ideológico, mostrado y demostrado cada vez más ineficiente y alejado de la realidad hasta la Primera Guerra Mundial.
Fin.
NOTAS:
1 Zweig, Stefan. Montaigne (Europäisches Erbe, Frankfurt, 1982, p. 48)
2 Quint, Harriet El amanecer de Stefan Zweig (Revista Argos, nº 18 2001, disponible en internet: http://argos.cucsh.udg.mx/18abril-junio01/18nquint.html)
3 CAMUS, A. El mito de Sisifo. (Alianza, Madrid, 1986)
4 Zweig, S. El Mundo de Ayer. Claridad, Bs.As. 1942 pp. XIV 395
5 Zweig, S. El Mundo de Ayer. Claridad, Bs.As. 1942. pp. XV 417
6 Zweig, obra citada pp. XIV 363
7 Santayana, G. Reason in common sense. Volume One of «The Life of Reason» (Dover Publications, Inc., New York, 1980) “Those who cannot remember the past are condemned to repeat it.” (Disponible en internet: http://www.gutenberg.org/files/15000/15000-h/vol1.html)
8 Zweig, obra citada pp. XV 407
9 PLATON. La República. Libro I, diálogo con Céfalo.
10 KANT, I. Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia. Traducción de Concha Roldán Panadero y Roberto Rodríguez Aramayo. Tercera edición. Madrid: Editorial Tecnos, 2006. Página 88. (Visto en internet 10-12-2012: http://www.revista.unam.mx/vol.5/num11/art77/dic_art77.pdf)
11 Beethoven, que hacia 1804 ha escrito su tercera sinfonía, titulada Eroica, admirado de los acontecimientos franceses, dedica su sinfonía “a ese gran hombre, Napoleón, libertador de su pueblo”. Pero cuando este se hace nombrar emperador elimina la dedicatoria de la obra. Y es que no se ven igual las cosas, según uno sea simple espectador, invasor o invadido.
12 PUNSET, R. Guizot y la legitimidad del poder. Introducción a la obra GIZOT. Historia de los orígenes del gobierno representativo en Europa (KRK, Oviedo, 2009). (Disponible en internet: http://www.historiaconstitucional.com/index.php/historiaconstitucional/article/viewFile/240/211 – visto 16-10-12)
13 Sellier, J i Sellier, A. Atlas de los pueblos de Europa Occidental. Madrid, Acento, 1998. pp. 23-28
14 No hay mas que leer a alguien tan alejado de Marx como H.G. Wells (Wells, H.G. Autobiografía (Berenice, 2009)) para comprender cuál era el tipo de vida a la que podía aspirar un pequeño burgués en la segunda mitad del siglo XIX.
15 “Por primera vez me percaté de que detrás de esas hordas surgidas de golpe debían esconderse fuerzas económicas y aun de otro modo influyentes” (Zweig ,Obra citada XIV 364)
16 “Reinaba el júbilo en los bandos más opuestos. Los monárquicos creían que seria el campeón más fiel del emperador (…) Los nacionalistas alemanes (…) La industria pesada se sentía librada de la pesadilla comunista (…) la pequeña burguesía (…) Los pequeños comerciantes (…) (Zweig ,Obra citada XIV 364)
17 “Había aprendido y escrito demasiada historia para ignorar que la gran masa rueda siempre instantáneamente, hacia el lado donde se halla la fuerza de gravitación del poder” (Zweig ,Obra citada XV 411)
18 MUSIL, Robert. El hombre sin atributos. Traducido por José M. Sáenz. 4ª ed. Barcelona: Seix Barral, 1983, pp. 39-41. (Cita extraída de internet: http://alerce.pntic.mec.es/~mcui0002/colectivo.htm Visto 13-12-2012)
19 IMPERIO AUSTRO-HUNGARO. Artículo de Wikipedia (Disponible en internet: http://es.wikipedia.org/wiki/Imperio_austrohúngaro; visto 12-12-2012)
20 Siguiendo con Musil, el diría que “Un paisano tiene por lo menos nueve caracteres: carácter profesional, nacional, estatal, de clase, geográfico, sexual, consciente, inconsciente y quizá todavía otro carácter privado; él los une todos en sí, pero ellos le descomponen, y él no es sino una pequeña artesa lavada por todos estos arroyuelos que convergen en ella, y de la que otra vez se alejan para llenar con otro arroyuelo otra artesa más. Por eso tiene todo habitante de la tierra un décimo carácter y éste es la fantasía pasiva de espacios vacíos; este décimo carácter permite al hombre todo, a excepción de una cosa: tomar en serio lo que hacen sus nueve caracteres y lo que acontece con ellos; o sea, en otras palabras, prohíbe precisamente aquello que le podría llenar“.
21 NORDAU, MAX Las mentiras convencionales de nuestra civilización. Gutenberg, Madrid, 1897. pp. 5-38.
22 Musset, Alfred La confesión de un hijo del siglo
23 Hecho magníficamente retratado por Jean Renoir en el film “La grande Illusion” (de 1937). Ver ALEGRE, S. Re-lectura de la Grande Illusion, en Film-Historia, Vol. I, No.1 (1991): 25-34 (Disponible en internet en http://www.publicacions.ub.es/bibliotecadigital/cinema/filmhistoria/Art.S.Alegre.pdf – visto 16-10-12).
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Identificador: | 1301174378247 |
Fecha de registro: | 17-ene-2013 22:58 UTC |
Licencia: | Creative Commons Reconocimiento 3.0 |
Autor: | Jorge Raul Negro Asensio |
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