La cultura y la soledad

Un texto de Adriano Prandi

Es bien sabido que a la cultura, esa maravillosa criatura humana, no le gustan las oficinas. No le sientan bien los palcos, ni los grandes escenarios, ni los actos oficiales, aunque muchos ministerios, secretarías y dependencias ostenten fervorosamente su nombre. A la cultura no le cae en gracia que la escriban con mayúsculas, aborrece la grandilocuencia. Y es imposible atraparla, encasillarla, dominarla o destruirla porque reaparece donde quiera y donde sea. Le bastan, para revivir y reinventarse, un encuentro fortuito, una ronda, un abrazo, un silencio. 

Ella, de tan inquieta y escurridiza, prefiere deambular por las periferias, sumergirse en los socavones, ocultarse bien adentro en los montes. Ella, de tan osada y preguntona, se siente viva en las calles y anquilosada en los museos. Elige la ferias a las galerías, los patios de tierra a los salones, la greda a la cristalería.

La cumbia y el ballenato nacieron en las eternas noches de la parranda costeña. La cueca, la zamba y la chacarera se nutrieron de punta a punta en los fogones andinos. El tango, que surgió en los burdeles y creció en las cantinas, se murió de aburrimiento en las academias y de olvido en los libros. Y si la más refinada literatura se escribió sin lápiz, de boca en boca, antes que los autores la atraparan en un papel, las más destacadas pinturas y murales se fueron cocinando a fuego lento en cada una de nuestras rebeliones.

Porque si hay algo que de veras no le gusta a la cultura es la soledad. Como la vida, necesita de un otro donde reflejarse, donde enriquecerse, donde compartirse. Como dios, solita, no existe.

 

La cultura y la soledad