El asalto neoliberal a las universidades ( Chomsky )

Os invito a leer y reflexionar detenidamente sobre el siguiente texto:

NOAM CHOMSKY: EL TRABAJO ACADÉMICO, EL ASALTO NEOLIBERAL A LAS UNIVERSIDADES Y CÓMO DEBERÍA SER LA EDUCACIÓN

No tiene desperdicio. Aunque en principio trate del «problema académico», como lo económico y lo político es transversal, no hay asunto que no toque y ate. Chomsky, una vez más, iluminando la caverna.

(…) «la contratación de trabajadores temporales se ha disparado en el período neoliberal, en la universidad estamos asistiendo al mismo fenómeno. La idea es dividir a la sociedad en dos grupos. A uno de los grupos se le llama a veces “plutonomía” (un palabro usado por Citibank cuando hacía publicidad entre sus inversores sobre la mejor forma de invertir fondos), el sector en la cúspide de una riqueza global pero concentrada sobre todo en sitios como los EEUU. El otro grupo, el resto de la población, es un “precariado”, gentes que viven una existencia precaria.

Esa idea asoma de vez en cuando de forma abierta. Así, por ejemplo, cuando Alan Greenspan testificó ante el Congreso en 1997 sobre las maravillas de la economía que estaba dirigiendo, dijo redondamente que una de las bases de su éxito económico era que estaba imponiendo lo que él mismo llamó “una mayor inseguridad en los trabajadores”. Si los trabajadores están más inseguros, eso es muy “sano” para la sociedad, porque si los trabajadores están inseguros, no exigirán aumentos salariales, no irán a la huelga, no reclamarán derechos sociales: servirán a sus amos tan donosa como pasivamente. Y eso es óptimo para la salud económica de las grandes empresas. En su día, a todo el mundo le pareció muy razonable el comentario de Greenspan, a juzgar por la falta de reacciones y los aplausos registrados. Bueno, pues transfieran eso a las universidades: ¿cómo conseguir una mayor “inseguridad” de los trabajadores? Esencialmente, no garantizándoles el empleo, manteniendo a la gente pendiente de un hilo que puede cortarse en cualquier momento, de manera que mejor que estén con la boca cerrada, acepten salarios ínfimos y hagan su trabajo; y si por ventura se les permite servir bajo tan miserables condiciones durante un año más, que se den con un canto en los dientes y no pidan más. Esa es la manera como se consiguen sociedades eficientes y sanas desde el punto de vista de las empresas. Y en la medida en que las universidades avanzan por la vía de un modelo de negocio empresarial, la precariedad es exactamente lo que se impone.»

(…)

«a comienzos de los 70, suscitaba mucha preocupación en todo el espectro político establecido el activismo de los 60, comúnmente conocidos como “la época de los líos”. Fue una “época de líos” porque el país se estaba civilizando [con las luchas por los derechos civiles], y eso siempre es peligroso. La gente se estaba politizando y se comprometía con la conquista de derechos para los grupos llamados “de intereses especiales”: las mujeres, los trabajadores, los campesinos, los jóvenes, los viejos, etc. Eso llevó a una grave reacción, conducida de forma prácticamente abierta. En el lado de la izquierda liberal del establishment, tenemos un libro llamado The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission, compilado por Michel Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki (New York University Press, 1975) y patrocinado por la Comisión Trilateral una organización de liberales internacionalistas. Casi toda la administración Carter se reclutó entre sus filas. Estaban preocupados por lo que ellos llamaban la “crisis de la democracia” y que no dimanaba de otra cosa del exceso de democracia. En los 60 la población –los “intereses especiales” mencionados— presionaba para conquistar derechos dentro de la arena política, lo que se traducía en demasiada presión sobre el Estado: no podía ser. Había un interés especial que dejaban de lado, y es a saber: el del sector granempresarial; porque sus intereses coinciden con el “interés nacional”. Se supone que el sector graempresarial controla al Estado, de modo que no hay ni que hablar de sus intereses. Pero los “intereses especiales” causaban problemas, y estos caballeros llegaron a la conclusión de que “tenemos que tener más moderación en la democracia”: el público tenía que volver a ser pasivo y regresar a la apatía. De particular preocupación les resultaban las escuelas y las universidades, que, decían, no cumplían bien su tarea de “adoctrinar a los jóvenes” convenientemente: el activismo estudiantil –el movimiento de derechos civiles, el movimiento antibelicista, el movimiento feminista, los movimientos ambientalistas— probaba que los jóvenes no estaban correctamente adoctrinados.

Bien, ¿cómo adoctrinar a los jóvenes? Hay más de una forma. Una forma es cargarlos con deudas desesperadamente pesadas para sufragar sus estudios. La deuda es una trampa, especialmente la deuda estudiantil, que es enorme, mucho más grande que el volumen de deuda acumulada en las tarjetas de crédito. Es una trampa para el resto de su vida porque las leyes están diseñadas para que no puedan salir de ella. Si, digamos, una empresa incurre en demasiada deuda, puede declararse en quiebra. Pero si los estudiantes suspenden pagos, nunca podrán conseguir una tarjeta de la seguridad social. Es una técnica de disciplinamiento»

Para l@s despista@s adjunto el documento original de la Trilateral : The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission (1973). Todo un clásico. (Disponible en internet http://www.trilateral.org/download/file/TC_list_3-14(2).pdf ).

 

(Des)aprender la democracia

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«(Des)aprender la democracia»

Por Antoni Jesús Aguiló  – Diario de Mallorca-. Solo para exquisitos.

«Lejos de ser neutral, cualquier forma de conocimiento (filosófico, científico, social, etc.) es portadora de una “concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva” (Gramsci). Detrás de todo conocimiento subyacen determinados valores, creencias y representaciones que se materializan en prácticas sociales, políticas y económicas. Hay, pues, economías egoístas y economías solidarias, justicias injustas y justicias justas, psicologías que reprimen y psicologías que liberan, pedagogías conformistas y pedagogías rebeldes. Del mismo modo, hay democracias al servicio de la liberación y “democracias” al servicio de la dominación.

Hemos heredado una democracia marcada por el sello de la dominación de las clases dominantes sobre las subalternas. La historia de la democracia representativa es la historia de la apropiación de la democracia popular por las clases propietarias, originariamente partidarias de un régimen constitucional favorable a los intereses de la economía capitalista, con derechos civiles y políticos restringidos a las minorías acaudaladas, con garantías para la iniciativa privada, sin redistribución de riqueza y sin derechos sociales. El burgués liberal del siglo XVIII no era un demócrata, sino un defensor del gobierno representativo basado en la propiedad privada y el rango social. Durante el siglo XX la democracia de partidos y el sufragio universal limaron el carácter antidemocrático del parlamentarismo burgués, pero no han servido para superar la democracia oligárquica en la que minorías privilegiadas tienen poder de veto sobre la mayoría, y menos aún para disminuir la desafección que tantas personas sienten por la política convencional. El actual secuestro de la democracia por las élites neoliberales es la prueba más evidente de la persistencia de esta democracia de dominación, que en Europa muestra su rostro más despiadado con la confiscación de derechos y rentas a los ciudadanos, el rescate del capital financiero, la mercantilización de la vida y los experimentos de austeridad económica que incrementan el desempleo, la pobreza y la exclusión.
El efecto de la dominación es tan fuerte que en el plano intelectual genera lo que Marx llama “falsa conciencia”, la naturalización de las ideas de la clase dominante como si fueran las ideas de los dominados. Hemos naturalizado, así, la monocultura de la democracia liberal, la idea que existe una sola concepción, una sola práctica y un solo discurso democrático legítimo y viable: el de la democracia electoral basada en los valores del liberalismo político (individualismo, igualdad formal, representación parlamentaria, sufragio individual, competencia entre partidos, etc.), con todo lo que esto implica. Se trata de una monocultura política tan poderosa que es capaz de: 1) trazar las líneas que separan la “democracia” de lo que no es, descalificando concepciones y prácticas democráticas alternativas que se apartan de la ortodoxia liberal. 2) Establecer un orden social y político que hace pasar por generales los intereses particulares de las clases dominantes y legitima, por medios políticos, la existencia de un modelo de sociedad que reproduce su posición de dominación social y económica. 3) Convertir en canónica la experiencia política de cuatro países occidentales: Inglaterra (el parlamentarismo, Locke, la revolución Gloriosa de 1688, entre otros fenómenos), Francia (la Ilustración y la revolución de 1789), Holanda (la República de Batavia y los trabajos de Grocio sobre el derecho de gentes) y Estados Unidos (la declaración de derechos de Virginia de 1776 y la Constitución Federal de 1787). Y 4) presentar la democracia liberal como un producto natural, insuperable y definitivamente acabado.
Nos han inculcado que esta monocultura no es ideológica, sino sentido común, pero sobre todo nos han enseñado a no salir de ella. Y cuidado, porque quien lo intente corre el riego de ser declarado enemigo de la democracia o tratado de soñador iluso.

Atravesamos una época convulsa en la que no podemos permitirnos seguir condicionados por “normas rígidas, por hábitos mentales inmodificables, por imposibilidades de pensar de otro modo” (Juan de Mairena) que nos han llevado al callejón en que nos encontramos. Para recuperar el ejercicio de la soberanía popular es preciso tomar conciencia del reduccionismo del pensamiento democrático-liberal naturalizado y reaprender la democracia desde otras perspectivas. Si pensamos como siempre, nunca (re)inventaremos nada. Construir mejores formas de articulación y decisión política exige desaprender la monocultura de la democracia liberal, que reproduce la dominación de las élites y empobrece nuestro horizonte de experiencia democrática. El desaprendizaje de esta monocultura permitiría valorar prácticas sociopolíticas invisibilizadas por los dictámenes canónicos, como el mandato imperativo, la asamblea, la rotación y revocación de cargos, la democracia directa, la participación popular en los procesos de deliberación y decisión, la rendición de cuentas y el control social de la corrupción. Considero que esta labor de desaprendizaje puede apoyarse en las tres palabras que según Boaventura Santos deben orientar las luchas emancipadoras del siglo XXI: descolonizar, desmercantilizar y democratizar.
Descolonizar la democracia significa desaprender su matriz eurocéntrica fundada en la perspectiva del varón blanco adulto, burgués, propietario, cristiano y heterosexual. Significa denunciar los sesgos ideológicos de una democracia que finge que opresores y oprimidos son iguales al depositar su voto en las urnas. Es crear espacios y formas de sociabilidad que luchen contra la “democracia” elitista, clasista, machista y racista globalizada. Las mujeres, la personas con discapacidad, las minorías étnicas y sexuales siguen siendo los grandes ausentes de la democracia liberal. Además, en la Europa actual cada vez hay más colectivos subrepresentados (trabajadores, desempleados precarizados, desahuciados, pensionistas, estudiantes, entre otros) en las instituciones democráticas.
Desmercantilizar la democracia quiere decir dejar de concebirla como un mercado político donde se compran y venden votos en forma de beneficios electorales por los que compiten los partidos. Significa evitar que los esquemas de libre mercado y sus valores transformen la democracia en una mercadería, como en Europa, donde la austeridad ha servido de pretexto para privatizar la democracia, para convertirla en un coto de intereses privados encubiertos por un simulacro en el que los votantes acuden a las urnas para refrendar políticas impuestas por una minoría y en su beneficio.
Democratizar la democracia significa liberarla de la camisa de fuerza que la acoraza, desbordar los límites que la reducen a una democracia política vacía de contenido social y económico, alejarla de la mera representación y de la igualdad jurídica y apostar por la democracia como radicalidad y desmesura (Rancière), lo que implica crear formas de participación que debiliten los privilegios de la monocultura electoral.
Walt Whitman escribió: “La democracia es una gran palabra cuya historia no se ha escrito aún, porque esa historia está todavía por vivirse”. Descolonizar, desmercantilizar y democratizar, tres palabras clave para (des)aprender y con las que escribir la historia no vivida de la democracia.»

Filósofo político y miembro del Grupo de Investigación política, trabajo y sostenibilidad de la UIB