De la Reforma del Código Penal: de Hobbes, del poder y de la violencia. Una ley indigna a combatir.

De la Reforma del Código Penal: de Hobbes, del poder y de la violencia. Una ley indigna a combatir.

Ya decía Hobbes, autor preferido de los neocon y de las más variopintas derechas, que la igualdad natural es la condición necesaria del pacto de convivencia por el que se crea el Estado. Pero a no engañarse: la igualdad a la que se refería Hobbes no es la igualdad formal jurídica del liberalismo ilustrado; ni es la de la racionalidad universalmente compartida, ni la de la igualdad material… La igualdad de la que nos habla el gran filósofo es la igualdad en el ejercicio de la mera fuerza bruta y en la capacidad que tenemos todos, de forma absoluta y equitativamente repartida, de ejercer violencia y de ser causa de muerte los unos de los otros.

Esa igualdad natural en la fuerza bruta, relativa solo en cuanto a las diferencias físicas interindividuales, llegará a ser un valor de tanta importancia que Rousseau, por ejemplo, lo utilizará como criterio para determinar cuándo una sociedad ha sobrepasado sus posibilidades de convivencia democrática: toda diferencia de poder ,o concentración del mismo, que vaya más allá de las meras diferencias físicas dables en estado natural, ponen en peligro la convivencia, ya que esta se basa en la libertad de darse a si mismo consensuando con otros las normas, libertad a cuya base se sitúa la más radical igualdad..

¡Qué paradoja que sea la igualdad natural en la violencia, mejor dicho, el miedo al ejercicio arbitrario de la libertad individual -fuente de toda heteronomía, como opresión e imposición del más fuerte- la que permita el paso de la igualdad natural a la igualdad jurídica (que ahora ya no es imposición externa del más fuerte, sino autocorregulación en el consenso)!

Y es que eso, tanto para Hobbes como para Rousseau, era un asunto perfectamente claro. Tan claro, como que era cuestión debatida desde Platón y Aristóteles: en tanto que las diferencias de poder se limiten a las diferencias físicas naturales, los muchos podrán mantener a raya a los pocos psicópatas (egoístas, ambiciosos, ladrones, mentirosos, manipuladores y escoria humana de toda índole) que hay en cualquier sociedad. Pero cuando el poder crece desmedidamente, y se concentra en manos de estos últimos, los muchos pierden toda capacidad de defensa, convertidos en ovejas de matadero … del único matadero, que ahora es propiedad de los psicópatas o de sus asalariados y cómplices.

Por ello, independientemente de la forma de gobierno en la que estemos, cualquiera que haya reflexionado mínimamente al respecto caerá siempre en la misma cuenta: no pueden consentirse desigualdades excesivas, ni concentraciones de poder. Pero no solo eso: en una sociedad altamente compleja como la contemporánea, frente a los sistemáticos intentos de intromisión en la Administración por parte de los partidos políticos y poderes fácticos, debe garantizarse la independencia de la Administración del Estado como garante de los Principio de Legalidad e Imperio de la Ley. La garantía contra los tejemanejes de una excesiva concentración de poder, esa y no otra, es la razón por la que ni los partidos políticos ni las organizaciones profesionales (sindicatos o gremios o patronales) pueden (o no deberían) tener acceso a los órganos de la administración pública, ni a la policía, ni a las fuerzas armadas, ni a los tribunales de justicia. Porque la función de la Administración es garantizar los principios de legalidad y de igualdad ante la ley, independientemente de la ideología política que sea mayoritaria en cada momento histórico. Los partidos tienen, así, su espacio limitado al Congreso y a los medios de difusión. Y los poderes fácticos no tienen cabida en ninguno de ellos, pues bastante tienen con serlo. Y dentro de la Administración del Estado, el Sistema Educativo, especialmente la Educación para la Democracia, como herramienta de formación de electores y elegibles en un sistema democrático, debe ser radicalmente independiente de todo poder (gubernamental, táctico, partidario, religioso, ideológico). La democracia es un sistema formal de convivencia (formal en cuanto a estructura, por oposición al contenido material de las leyes) cuyo fin es producir leyes que regulen las relaciones de convivencia (el contenido material) por mayoría o por consenso, desde el respeto a la minoría, sobre la base de ciudadanos libres en el mayor grado posible, y por tanto suficientemente iguales como para no ver condicionadas sus decisiones a nada más que a su voluntad de autorregulación. Cuando se permite la entrada de los partidos, los poderes tácticos y las ideologías en la Administración, se rompe con el Principio de Legalidad, el Estado de Derecho se cae y la democracia sucumbe. Eso, queridos amigos, se llama España.

En esas condiciones, los elementos institucionales que debieran ser garantes de la legalidad se contaminan y sus resoluciones se vuelven espúreas, cómplices, o simplemente no defienden al ciudadano de la ilegitimdad de las leyes que pudiera dar un Parlamento corrompido y/o un Gobierno corrupto. El Tribunal Constitucional deja de ser garante de la coherencia del edificio normativo; los Tribunales Administrativos esquivan la aplicación estricta de la Ley por la Administración; los Tribunales Penales permiten que los poderosos o sus esbirros se sitúan por encima de la ley; y las Fuerzas de Seguridad del Estado, que detentan el monopolio legítimo del uso de la violencia para garantizar la aplicación estricta de la ley y de las decisiones de las instituciones de control…. devienen vulgares mamporreros de los grupos de poder infiltrados como un cáncer en las más altas magistraturas del Estado.

Con ello, el pacto de convivencia (reflejado más o menos imperfectamente en la Constitución) se rompe; y roto ese pacto vuelve a quedar a la vista el ejercicio bruto, originario y descarnado del poder: la pura fuerza bruta del aparato represivo del Estado (antes llamado de «Seguridad»).

El gobierno y los grandes poderes financieros y empresariales lo saben, razón por la que a mayor inequidad aumenta desproporcionadamente la criminalización de las protestas. Pero saben también que no hay poder que solo pueda mantenerse sobre la base exclusiva de la represión: es antieconómico y profundamente inestable. Por eso,  con la técnica del «divide y vencerás» han estimulado sin reparos la división y el enfrentamiento social: parados contra empleados, empleados contra contratados, educación contra industria, sanidad pública contra privada, inmigrantes contra nacionales, andaluces contra catalanes, vascos contra castellanos, catalanes contra andaluces, jubilados contra prejubilados, jóvenes contra maduros, pescadores contra transportistas, becarios contra asalariados, temporales contra fijos, mineros contra… todos) Pero no seguros del éxito, han monopolizado los canales de información principales (prensa, televisión) y saturado con «ruido» y basura el resto para ocultar todo mensaje que no interese repetir. Es más barato convencer que vencer. Y como «todo el que quiera vivir está condenado a la esperanza», el ciudadano prefiere creer lo que le cuentan que pensar que vive realmente en Matrix. Fundamentalmente porque es más sano: hay que estar muy enfermo para idear permanentemente mecanismos de defensa y de ataque contra enemigos invisibles… pero va a resultar que estamos gobernados por empleados en nómina de enfermos mentales completamente invisibilizados… Y este es un asunto que, llegados a donde hemos llegado (tras nuestra renuncia cómplice y estúpida, primero a nuestras obligaciones políticas y luego a nuestros derechos humanos), tiene muy mala solución.

La «solución Gandi» es altamente costosa, injusta e ineficiente (tánto, que sospechosamente es la preferida de los mass media). Primero, porque los psicópatas nunca mandan al frente a los suyos sino a sus asalariados, pobres desgraciados más o menos convencidos como los apaleados. En la solución Gandi los muertos y los heridos los ponen siempre los mismos: los desgraciados de uno y otro lado, mientras de uno y otro lado medran y se empoderan los que de verdad mandan o esperan mandar una vez acabadas las revueltas. Y segundo, porque la «solución Gandi» solo vale para los vivos: los muertos quedan indefectiblemente sin paraíso que les redima. Dicho lo cual, deberíamos quizás pensar si dicha solución, como tal, no resulta profundamente injusta y quizás estúpida: aquellos que no luchan ni se arriesgan se benefician de los sufrimientos y muerte de los que si lo han hecho. Vamos, que no parece algo muy equitativo.

Frente a la anterior está la otra, digamos la solución «clásica», el enfrentamiento abierto, el ¡mascalzone!, el muy castizo «¡te voy a romper la cara!»; en suma, el poder desorganizado y anárquico de los muchos, frente al poder concentrado y disciplinado de los pocos. Suena fatal. Y, encima, las experiencias pasadas acabaron siendo verdaderamente desastrosas y sangrientas (solo por citar una vencedora, la francesa de 1789; o dos perdedoras, la del 48 o la española). Pero no nos engañemos: si acabaron siendo especialmente sangrientas, no fue porque la revuelta en si lo fuera, sino porque los psicópatas, nunca dispuestos a ceder ni un milímetro de sus privilegios y sabedores de que los muertes los ponen siempre los otros, se han mostrado siempre altamente capaces de establecer alianzas de clases, incluso a nivel planetario (haberlos los habrá, pero yo no recuerdo ningún banquero muerto con las armas en la mano). El tiempo, la paciencia y el sufrimiento de los pobres juegan siempre a favor de los poderosos. «Dejad que los hambrientos vengan a mi», podría decir un opulento emprendedor desde las islas Caimán, mientras sus fieles empleados hacen el trabajo sucio. El psicópata, usa solo de la «razón instrumental» y evalúa exclusivamente lo que tiene en relación con lo que le costará mantenerlo. Los muertos ajenos son algo barato, y con paciencia, al final siempre se gana, como en el Monopoly. Y si no gana él en persona (a veces las batallas por el poder son demasiado largas y complejas como para ser medidas respecto de una vida mortal), otro como él ganará, otro de su clase, ya que todo vencedor de hoy es heredero de pleno derecho de los vencedores del pasado.

¿Os acordáis de lo compungidos que estaban los financieros, los poderosos y los teóricos de Chicago al inicio de la crisis, cuando todos entonaban el mea culpa y hablaban de refundar el capitalismo? Pues eso, que al final no les hizo falta. Solo hubieron de re-situarse, de re-colocar a sus asalariados en los gobiernos y, controlar el mensaje único a través de los medios de comunicación. Con ello vino el golpe definitivo al sistema político y económico mundial, aumentando los beneficios más allá de todo lo conocido, y debilitando los movimientos de resistencia y de respuesta social hasta sus mínimos históricos. Contra el fascismo y el comunismo, sin duda (¡quién nos lo iba a decir, hace solo 20 años!), estábamos mejor: al menos el enemigo estaba claro y obraba a cara descubierta. El tándem «dinero – control político – poder militar – medios de comunicación – devaluación de los sistemas educativos – censura mediante ruido – crímenes selectivos», aplicado en diferentes dosis allí donde fuera necesario, eclosionó en la nit de foc del mejor de los mundos posibles, a través de la globalización, de la naturalización de la crisis y de la pobreza y represión generalizada, con la aceptación como plaga bíblica de todo lo que no era más que obra del más repugnante y despiadado expolio de la historia de la humanidad. Una obra de arte, sin duda, las cosas como son.

Pues eso, que hoy de compungidos nada ¿y por qué? porque no les hizo falta seguir con el teatro. Al inicio de la debacle pudieron tener sus miedos, ya que cabía el peligro de que todo este robo, secuestro y asalto al poder acabara en una Bastilla. Pero, una vez estabilizada la situación, y sin Bastilla la vista, con el paso de los meses fueron recuperando la compostura, y con las tonadillas del «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» y del «no hay alternativas» fueron (rápidamente, hay que reconocerlo) transformándonos en caballos de tiro, hambrientos, tristes y apaleados, pero dóciles: con esperanza. Siempre con esperanza.

La verdad es que lo teníamos muy difícil: ellos habían leído a Hobbes y nosotros no. Y ellos sabían que lo único que nos pone en igualdad radical es la violencia. Por eso tuvieron tanto miedo, y se mostraban tan arrepentidos y compungidos y su mensaje «proGandi» era tan monolítico. Hasta que vieron que no pasaba nada.

Todo el mundo sabe que no se pude negociar nada con quien pone una pistola encima de la mesa. Contra esa actitud tan pobremente democrática solo cabe la sumisión -el «es lo que hay-«. Pues, resulta que en este juego de Monopoly, en el que además de «jugadores» somos «fichas», hay un jugador (que por cierto no es ficha) que juega con las pistolas encima de la mesa (con la criminalización y la represión, además del control ideológico), Los demás nos mantenemos ingenuamente con una confianza casi mística en el Estado de Derecho y en el principio de legalidad. Como los animales de la Granja de Orwell. Pero, por si no le fuera bastante con la pistola (seguramente por eso de que «prevenir es mejor que curar»), este jugador no-ficha, mafioso y tramposo, no contento con haber copado la administración del Estado y los tribunales, instrumentalizando los juzgados (a través del Procedimiento), la policía y la herramienta del indulto de acuerdo a sus fines políticos y amistades, ha decidido curarse en salud y cambiar las reglas de juego a su antojo, es decir todas las leyes que le pudieran molestar, a fin de asegurarse una apisonadora implacable contra los que rechistan.

Y claro, contra una apisonadora, irracional y fanática, quedan pocos argumentos. Igual que contra una picadora de carne -sobre todo cuando «uno» es la carne a picar. Es en ese contexto, donde el «argumento de Gandi» empieza a sonar a chiste: «¿saben aquel que diu… ?»

Pero, cómo no, Hobbes (¡el gran Hobbes, devenido ahora, en contra su voluntad, en paladín de la democracia!) viene nuevamente en nuestro auxilio: Es la extrema violencia sin control, la del estado natural radicalmente despersonalizada e igualitaria, la que fuerza a los hombres a la negociación y a la autocontención. El miedo a la violencia ciega, a sus consecuencias, a la falta de certeza sobre quién ganará ni a qué precio es lo que nos lleva a renunciar a ella dándonos un Estado -Estado al que hacemos depositario de esa violencia- y unas normas a las que todos sin excepción quedamos sujetos (esa famosa «igualdad ante la Ley», de la que se llenaba la boca el futuro compañero y ciudadano Juán). Esta renuncia basada en el temor, según Hobbes, es lo que posibilita la posterior convivencia en paz y, a partir de ahí, hacer planes de futuro vacunados por completo de toda arbitrariedad particular o pública. De donde sorprendentemente resulta que, si hay algo que garantiza que no se usará la violencia, no es nuestro compromiso a no utilizarla -siempre habrá algún tarado que ponga una pistola sobre la mesa-, sino el firme convencimiento de que si alguien la usa responderemos todos conjuntamente y entre todos le reduciremos a fin de mantener la sociedad en paz. En paz y en libertad: en la libertad de la autocolegislación y en la paz a que conduce la prudencia y el respeto a las minorías y de los más desfavorecidos. Cuando una de las partes sentadas a la mesa cree que puede usar la violencia sin consecuencias, muy probablemente lo hará: el imperativo categórico solo vale entre iguales y con las cartas boca arriba. Por tanto, es el miedo a perder (más que a no ganar) lo que hace nos hace exquisitamente prudentes y considerados (especialmente a los hobbesianos con sus adversarios).

En conclusión, si queremos poner fin y revertir el proceso de degradación de la vida colectiva a que asistimos, y además queremos que esto no desemboque en un enfrentamiento civil y en una sangría a gran escala, debemos ser conscientes de que solo podremos lograrlo estando absolutamente dispuestos. La libertad, la igualdad y la democracia no son bienes que se tienen: son valores que hay que producir y mantener cada día frente a los psicópatas. Porque para un hobbesiano de ley, lo único que legitima al Poder es su capacidad para perpetuarse, principio teórico que les hace ser de muy amplio espectro, así como sentirse completamente legitimados y sin escrúpulos para ejercer una violencia infinita; y, cuando vienen mal dadas, a camuflarse como cordero mejor que nadie. Por tanto, lo único que puede conjurar el peligro de la violencia y de la fractura social, es que los psicópatas sepan clara y palpablemente que pueden perder. Es más: deben saber que perderán.

Para evitar llegar a una situación de violencia irreversible e impredecible, o a la destrucción silenciosa de todos los valores y bienes por los que considerábamos que la vida merecía la pena ser vivida (a un hobbesiano ambas cosas le dan igual, porque no van con él), el miedo tiene que cambiar de bando. Y cuanto antes lo haga, más fácil será.

Y para empezar, bien podemos estrenarnos en impedir con contundencia que este engendro de Ley vea la luz.

(Tras su aprobación, un artículo como éste también será delito.)

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