Husserl – Renovación del hombre y de la cultura ( audiolibro audio libro mp3 ) voz humana

Grabación en mp3, capítulo a capítulo, del libro del eminente filósofo Edmund Husserl, Renovación del hombre y de la cultura (cinco ensayos), en traducción de Serrano de Haro e Introducción  de Gullermo Hoyos Vásquez (Anthropos, Barcelona, 2012) (Duración de la grabación completa: 6 horas).

Esta grabación ha sido realizada sin ánimo de lucro y destinada exclusivamente a personas discapacitadas, por lo que si usted no se ajusta a este perfil no debe oír ni realizar las descargas).

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Aunque esta lectura en voz alta no puede sustituir, en cuanto a fines de estudio, el trabajo de un texto impreso, ya que se carece de las herramientas de búsqueda, marca, anotación y subrayado tan necesarias para estructurar y fijar el conocimiento, espero que la posibilidad de una audición continua facilite su visión de conjunto, y con ello su mejor comprensión y la de los temas de que trata, absolutamente vigentes y peligrosamente actuales.
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Espero y deseo que la disfruten y aprendan tanto o más que yo.

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Una petición.

quienes crean que este proyecto de grabación de audiolibros para discapacitados visuales es en si mismo algo valioso, y quieran y puedan colaborar económicamente, les ruego que contribuyan en la medida de sus posibilidades, a fin de que el tiempo invertido en esta tarea sea, a la larga, un esfuerzo sostenible.

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 Husserl, Edmund – Renovación del hombre y de la cultura (cinco ensayos) 

 

INDICE

0 La ética fenomenológica como responsabilidad para la renovación cultural (por Guillermo Hoyos Vasquez)

00 Nota del traductor

1. Renovación. El problema y el método

2. El método de la investigación de esencia

3. Renovación como problema etico individual

4. Renovación y ciencia

5. Tipos formales de cultura en la evolución

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Presentación:

Hace unos dias presentábamos a Hans Kelsen (y a su De la esencia y valor de la democracia) como quizás el único intelectual de prestigio de su época que hizo una defensa cerrada de la democracia parlamentaria de partidos. Para Kelsen, la democracia moderna era el mejor marco formal dentro del que dotarnos, por consenso, del contenido material de las leyes. Hay que hacer notar que, la suya, era una época (el período de entreguerras) en que lo «moderno» pasaba por la exaltación de la violencia y las dictaduras (fuese la de derechas o de izquierdas)… Pero Hans Kelsen era un liberal relativista para el que el Imperio de la Ley era la condición sine qua non de todo proyecto de convivencia que mereciera ese nombre.

Hoy tenemos ante nosotros a Edmund Husserl, contemporáneo de Kelsen, austríaco como él (y como Stefan Zweig), uno de los padres fundadores de la Fenomenología y padre intelectual de buena parte de la filosofía continental del siglo XX. Husserl, tras la Gran Guerra, a la que considera como el colapso civilizatorio de Occidente, hace quizás el último intento racional serio de fundar una ética racional, de validez universal, esto es, que sea capaz de generar valores objetivos (de validez necesaria y universal y compartibles por tanto por cualquier ser racional). Renovación, refiere asi al esfuerzo por poner las bases para una reconstrucción moral (desde la racionalidad, y no desde el mito, la religión o la fuerza) de Occidente.

Ambos, fueron (y son) constantemente vapuleados (desde todo el espectro político, pero el hecho es que nada serio se ha escrito desde entonces que no fuera en mayor o menor medida a favor o contra ellos… lo que sin duda da la medida de su estatura. Ambos, cada uno a su manera, y a mi entender, cubren los extremos de la decencia dentro el espectro del pensamiento kantiano finisecular; esa especial e irrepetible manera Ilustrada de entender la vida que enfermó con los fanatismos del período de entreguerras, hasta acabar muriendo en la Segunda Guerra Mundial. Ambos merecen ser leidos; su lectura es inquietante, perturbadora: porque los problemas de que tratan, los suyos, descubrimos rápidamente que no son otros que los nuestros propios. Y que los problemas que plantearon y las claves que sus mentes poderosas y claras trataron de desentrañar, son las mismas que nos aguardan al final camino. Si es que somos capaces hacerlo.

Quedáis invitados.

 

Extracto del primer capítulo de Renovación:

«Renovación es el clamor general en nuestro atribulado presente, y lo es en todo el ámbito de la cultura europea. La guerra que desde 1914 la ha asolado y desde 1918 se ha limitado a preferir, en lugar de los medios militares de coacción, esos otros «más finos» de las torturas espirituales y las penurias económicas moralmente degradantes, ha puesto al descubierto la íntima falta de verdad, el sinsentido de esta cultura. Justo este descubrimiento significa que la auténtica fuerza impulsora de la cultura europea se ha agotado. Una nación, una colectividad humana vive y crea en la plenitud de su fuerza cuando la impulsa la fe en sí misma y en el buen sentido y la belleza de su vida cultural; o sea, cuando no se contenta con vivir sino que vive de cara a una grandeza que vislumbra, y encuentra satisfacción en su éxito progresivo por traer a la realidad valores auténticos y cada vez más altos. Serun miembro digno de tal colectividad humana, trabajar junto con otros en favor de una cultura deeste orden, contribuir a sus más sublimes valores, he aquí la dicha de quienes practican la virtud, la dicha que los eleva por sobre sus preocupaciones y desgracias individuales.

Esta fe que nos movió a nosotros y a nuestros padres, y que se transmitió a las naciones que, como la japonesa, sólo muy recientemente se vincularon a la tarea de la cultura europea, es la quehemos perdido, la que partes enteras de nuestro pueblo han perdido.

Si antes de la guerra ya se tambaleaba, hoy se ha derrumbado por completo. Tal es el hecho ante el que, como hombres libres, nos encontramos. Él debe determinar nuestra praxis.
Y por ello decimos: Algo nuevo tiene que suceder, tiene que suceder en nosotros y por medio de nosotros, por medio de nosotros como miembros de la humanidad que vive en este mundo, que daforma a este mundo, como también él nos da forma a nosotros. ¿O es que acaso hemos de aguardar aver si esta cultura sana por sí sola en el juego azaroso entre fuerzas creadoras y destructoras de valores? ¿Asistiremos acaso a «la decadencia de Occidente» como a un fatum que pasa sobre nuestras cabezas? Este fatum sólo existe si pasivamente lo contemplamos…, si pasivamente pudiéramos contemplarlo. Pero ni siquiera quienes nos lo pregonan pueden así hacer.

Somos seres humanos, somos sujetos de voluntad libre, que intervienen activamente en el mun-do que los rodea, que constantemente contribuyen a configurarlo. Querámoslo o no, hagámoslo bien o mal, es así como actuamos. ¿Y es que no podemos actuar también de modo racional, es que la racionalidad y la virtud no caen bajo nuestro poder?

«Quimeras, fines quiméricos», objetarán los pesimistas y los partidarios de la Realpolitik. Si ya para el individuo es un ideal inalcanzable el dar a su vida individual la forma de una vida en la razón, ¿cómo podemos nosotros pretender algo así para la vida colectiva, para la vida nacional, incluso para la de toda la humanidad occidental?

Ahora bien, ¿qué diríamos nosotros a un ser humano que en vista de lo inalcanzable del idealético renunciase al fin moral y no hiciese suyo el combate moral? Nosotros sabemos que este combate moral, en la medida en que es serio y es continuado, tiene en toda circunstancia un significado generador de valores; que incluso por sí solo el combate moral eleva la personalidad de quien en él sedebate, al nivel de la verdadera humanidad. ¿Quién negará, sobre ello, la posibilidad de un progreso ético continuado bajo la guía del ideal de la razón?

Pues esto mismo es lo que no nos está permitido dar por imposible «a propósito de los seres humanos a gran escala», de las colectividades humanas más grandes y de las máximamente grandes. Sin dejarnos extraviar por un pesimismo pusilánime ni por un «realismo» carente de ideales, admitiremos su posibilidad sin ningún reparo. Y tendremos que reconocer como una exigencia ética absoluta la misma actitud de combate en orden a una humanidad mejor y a una cultura auténticamente humana.

Así es como se expresa por anticipado un sentimiento natural que hunde sus raíces, patentemente, en aquella analogía platónica entre el individuo y la colectividad. Esta analogía no es en modo alguno, sin embargo, una excelsa ocurrencia de uno de esos filósofos que se remontan muypor encima del pensar natural o que llegan incluso a desvariar en las alturas. Al contrario, la analogía individuo-colectividad no es más que la expresión de una apercepción cotidiana que surge con naturalidad de situaciones reales de la vida humana. En su naturalidad la analogía se revela también, una y otra vez, como la instancia determinante de, por ejemplo, casi todos los juicios de valor relativos a la política nacional y mundial, y como el motivo de las correspondientes conductas. Ahora bien, ¿son acaso apercepciones naturales de este género y las tomas de postura emotivas que se basan en ellas,un fundamento suficiente para reformas racionales de la colectividad? ¿Y lo serán también para lamayor de todas las reformas, la que debe renovar radicalmente toda una civilización como la europea? La fe que nos embarga es que a nuestra cultura no le es dado conformarse; es la fe de que la cultura puede y debe ser reformada por la razón del hombre y por la voluntad del hombre. Cierta-mente que una fe así sólo es capaz de «mover montañas» en la realidad, no en la pura fantasía, si setransforma en pensamientos sobrios dotados de evidencia racional, y si éstos prestan plena determi-nación y claridad a la esencia y a la posibilidad de la meta que se persigue y de los métodos llamadosa hacerla realidad. De suerte que la fe en cuestión alcance con ello a darse a sí misma, por vez primera, el fundamento de su propia justificación racional. Sólo esta claridad intelectual puede convocar aun trabajo gozoso; sólo ella puede trasmitir a la voluntad la resolución y la fuerza imperativa parauna acción liberadora; sólo este conocimiento puede devenir un sólido patrimonio común, de modoque finalmente, por obra de miles y miles de convencidos de la racionalidad de la empresa, las montañas se muevan; es decir, el movimiento de renovación que se limitaba a latir emotivamente setransforme en el proceso mismo de la renovación.

Pero la claridad de que se trata no es en absoluto fácil de lograr. Ni el pesimismo escéptico antesmencionado, ni la desvergüenza de la sofística política que tan fatalmente domina nuestro tiempo, yque se vale del discurso de la ética social sólo como disfraz de los fines egoístas de un naciona-lismo totalmente pervertido, serían posibles si los conceptos que acerca de la colectividad surgen deuna manera natural no estuvieran, pese a su naturalidad, afectados de horizontes de oscuridad, demediaciones que se enredan y ocultan entre sí, y cuyo discernimiento clarificador excede con mucholas fuerzas de un pensamiento no formado. Sólo la ciencia estricta puede aportar aquí métodos seguros y resultados firmes; sólo ella puede proporcionar el trabajo teórico previo del que depende la reforma racional de la cultura.

Nos hallamos, pues, en una grave encrucijada. Pues en vano buscamos la ciencia que habría deservirnos. En ello nos va lo mismo que en las restantes dimensiones de la praxis colectiva, si es que queremos fundar a conciencia, con verdadero conocimiento de causa, nuestros juicios acerca de larealidad político-social, acerca de la política exterior, de la política nacional. Volvemos entonces lavista hacia alguna enseñanza científica que en el convulso mundo del vivir colectivo y sus destinospudiera librarnos del estadio primitivo de las representaciones y acciones instintivas, confusamente heredadas. Nuestra época abunda en ciencias magníficas y rigurosas. Tenemos las ciencias naturales«exactas» y, por medio de ellas, la tan admirada técnica aplicada a la naturaleza que ha dado a la ci-vilización moderna su agresiva superioridad, aunque también nos haya traído perjuicios muy lamentados. Pero sea como quiera de esta cuestión, la ciencia sí ha hecho posible en la esfera técnico-natural de la acción humana una verdadera racionalidad práctica y ha proporcionado el ejemplo modélicode cómo la ciencia en general debe convertirse en luz de la praxis. En cambio, una ciencia racionaldel hombre y de la colectividad humana, que diese fundamento a una racionalidad de la acción socialy política y a una técnica política racional, es cosa que falta por completo.

Lo mismo vale también a propósito de los problemas de la renovación, que tanto nos interesan.Caracterizado con mayor precisión, nos falta la ciencia que en relación con la idea de hombre (y, portanto, con el par de ideas inseparables a priori «hombre individual-comunidad») hubiese acometidolo que la matemática pura de la naturaleza acometió en relación con la idea de la naturaleza y en suscapítulos fundamentales ha conseguido realizar ya. Así como esta última idea, «naturaleza en general como forma genérica», engloba la universitas de las ciencias naturales, así la idea del ser espi-ritual, y en particular la del ser racional, la del hombre, engloba la universitas de todas las cienciasdel espíritu, en especial la de todas las ciencias humanas. Del lado de la primera tenemos la siguientesituación: mientras la matemática de la naturaleza despliega en sus disciplinas aprióricas sobre eltiempo y el espacio, sobre el movimiento y las fuerzas motrices, las necesidades aprióricas que encierran tales componentes de esencia de una naturaleza en general (natura formaliter spectata), suaplicación a la facticidad de la naturaleza que está dada hace posible ciencias naturales empíricascon métodos racionales, o sea, matemáticos. La matemática proporciona, pues, con su apriori los principios de la racionalización de lo empírico.

Del otro lado tenemos múltiples y fecundas ciencias referidas al reino del espíritu, al reino de lacondición humana; pero son ciencias enteramente empíricas y «meramente» empíricas. La ingente multitud de hechos que se ordenan temporal, morfológica, inductivamente, o bien desde puntos devista prácticos, queda en ellas sin ningún vínculo de racionalidad de principio. Falta aquí, justamente, la ciencia apriórica paralela, la mathesis del espíritu y de la condición humana, por así decir. Falta el sistema científicamente desarrollado de verdades «aprióricas» puramente racionales que arraiganen la «esencia» del hombre y que, comologos puro del método, introducirían en la empiria de las ciencias del espíritu la racionalidad teórica en un sentido semejante al de las ciencias naturales, y en sentido semejante harían posible la explicación racional de los hechos empíricos; igual, pues, a cómo la matemática pura de la naturaleza ha hecho posible la ciencia empírica de la naturaleza como ciencia teorizadora en sentido matemático y por ello racionalmente explicativa.

Ciertamente que por el lado de las ciencias del espíritu no se trata, como en la naturaleza, demera «explicación» racional. Aquí hace aparición otra forma enteramente peculiar de racionalizaciónde lo empírico, a saber: el enjuiciamiento normativo de acuerdo con normas generales que pertene-cen a la esencia apriórica de la condición humana «racional», y la dirección de la propia praxis fáctica de acuerdo con tales normas, las cuales incluyen las normas racionales de la propia dirección práctica.

Las situaciones son en ambos lados fundamentalmente distintas, y lo son por razón de la índole diversa de las realidades espirituales y las naturales. De aquí el que las formas que adoptan lasracionalizaciones de lo empírico que son en ambos casos exigibles, de nada estén tan lejos como detener uno y el mismo estilo. Bueno será por ello clarificar a continuación este punto con un brevecontraste entre ambas formas, a fin de que nuestros ulteriores análisis no se vean obstaculizados porprejuicios naturalistas, y a fin también de poder aproximarnos a la especificidad metódica de esaciencia de que carecemos —como anticipábamos— y a la que estos análisis aspiran.

La naturaleza es por esencia mera existencia fáctica y, así, hecho de la mera experiencia externa. Un examen de principio de la naturaleza en general conduce a priori sólo a una racionalidad de exterioridades; es decir, a leyes de esencia relativas a la forma espacio-temporal y, sobre ellas, sólo a lanecesidad de una ordenación regular deexactitud inductiva de lo que se extiende en el espacio-tiempo —lo que solemos designar simplemente como orden de legalidad «causal».

Frente a ello hay en el sentido específico de lo espiritual formas enteramente distintas, determi-naciones generalísimas de la esencia de las realidades individuales y de las formas esenciales de en-lace entre ellas, que son enteramente distintas. Abstracción hecha de que la forma espacio-temporaltiene en el reino del espíritu (por ejemplo en la Historia) un sentido esencialmente distinto del quetiene en la naturaleza física, hay que hacer referencia a que cada realidad espiritual individual poseesu intimidad, una «vida de conciencia» cerrada sobre sí y referida a un «yo», como un polo, por así decir, que centra todos los actos individuales de conciencia, con lo cual estos actos entran en cone-xiones de «motivación».

Además, las realidades individuales, separadas, y respectivamente sus sujetos-yo, entran en rela-ciones de comprensión mutua («empatía»). Mediante actos «sociales» de conciencia, los sujetos ins-tituyen (mediata o inmediatamente) una forma enteramente nueva de enlazarse las realidades, a saber: la forma de la colectividad, que se unifica espiritualmente por medio de momentos íntimos, pormedio de actos y de motivaciones intersubjetivos.

Y una cuestión más de la máxima importancia. A los actos y a sus motivaciones pertenecen diferencias relativas a la razón y a la sinrazón, diferencias entre el pensar, el valorar y el querer «correctos», y el pensar, el valorar y el querer «incorrectos».

Es ahora cuando también podemos observar, ciertamente, a las realidades espirituales en relacio-nes de exterioridad en un cierto sentido —a saber, como su segunda naturaleza—: la conciencia como un anexo externo a las realidades físicas (a la somaticidad); hombres y animales, como meros sucesos en el espacio, «en» la naturaleza. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre por esencia en la naturaleza física, las regularidades inductivas que lleguen a ofrecerse por esta vía no son ya indiciosde leyes exactas, de leyes que determinen la «naturaleza» objetivamente verdadera de estas realida-des; o sea, que la determinen con verdad racional según su índole propia. Dicho en otras palabras: aquí donde la esencia peculiar de lo espiritual se manifiesta en la intimidad de la vida de conciencia, no cabe por vía causal-inductiva ninguna explicación racional de ella, y esto por razones a priori (desuerte que resulta absurdo buscarla, al modo de nuestra psicología naturalista). Con vistas a la racio-nalización efectiva de lo empírico se requiere —en el casó del espíritu igual que en el de la naturaleza— justamente un retroceso a las leyes de esencia que dan la pauta, un retroceso a lo específico delespíritu en cuanto mundo interior. Pero a las figuras de la conciencia y de la motivación delinea dasen la esencia del espíritu humano como posibles a priori pertenecen asimismo las figuras normativasde la «razón»; y existe a priori además la posibilidad de pensarlas libremente en general, y de determinarse a uno mismo en la práctica y con generalidad de acuerdo con leyes normativas aprióricas reconocidas por uno mismo. Según esto, y como ya se anticipó, encontramos en el reino del espírituhumano, y a diferencia de la naturaleza, no sólo la llamada construcción de juicios «teóricos» en sentido específico, como juicios que incumben a «meras cuestiones de hecho» (matter of fact). Y en-contramos en correspondencia con ello no sólo las tareas de una racionalización de estos hechos me-diante las llamadas «teorías explicativas» y de acuerdo con una disciplina apriórica que investigue la esencia del espíritu en su pura objetividad. Más bien aparece una forma enteramente nueva de enjui-ciamiento y racionalización de todo lo espiritual, a saber: la que procede según normas, según disciplinas aprióricas normativas de la razón, de la razón lógica, de la razón estimativa y de la razónpráctica. A esta razón que enjuicia la sigue in praxi —o puede libremente seguirla— el sujeto queconoce la norma y que, basándose en ella, actúa libremente. Así, pues, en la esfera del espíritu que-dan aún, en efecto, las tareas propias de unadirecci ón racional de la praxis, o sea, las de una formapero nueva de posible racionalización de los hechos espirituales sobre fundamento científico, a saber: mediante una disciplina apriórica previa que verse sobre las normas de dirección racional de lapraxis.

Si volvemos ahora sobre nuestro problema propio, hay que advertir con evidencia que las cien-cias humanas meramente empíricas que ya existen (como nuestras ciencias históricas de la cultura, oincluso la moderna psicología meramente inductiva), nada pueden ofrecernos, en efecto, de lo que,aspirando a la renovación, necesitamos. Y que en verdad sólo a esa ciencia apriórica de la esencia delespíritu humano —si existiera— podríamos considerarla como una ayuda desde la razón. Estable-cemos primeramente que las ciencias de meros hechos están para nosotros descartadas de antemano.Ciertamente que las cuestiones que nos planteamos acerca de la renovación guardan relación conmeras facticidades, pues atañen a la cultura del presente y en especial al círculo de la cultura euro-pea. Pero aquí los hechos, al ser valorados, son enjuiciados, son sometidos a una normativa de la ra-zón; aquí se hace cuestión de cómo una reforma de esta vida cultural carente de valor puede guiarlahacia una vida en la razón; aquí cada meditación en profundidad conduce a cuestiones de principiode la razón práctica, que con generalidad de esencia y puramente formal conciernen al individuo y ala colectividad y a la vida racional de la colectividad; una generalidad ésta que deja muy atrás todafacticidad empírica, todos los conceptos contingentes.

No son precisas demasiadas palabras para justificar estas afirmaciones y para hacer patente que precisamente esa ciencia de la esencia del hombre sería la que necesitaríamos como ayuda.

Si pronunciamos un juicio reprobatorio sobre nuestra cultura, o sea, sobre la cultura con quenuestra humanidad se cultiva a sí misma y cultiva el mundo que la rodea, ello implica que creemosen una «buena» humanidad como posibilidad ideal. Encerrada en nuestro juicio, yace implícita lacreencia en una[9] «verdadera y auténtica» humanidad como idea objetivamente válida conforme acuyo sentido ha de reformarse la cultura que existe de hecho; y tal ha de ser, obviamente, la meta denuestros afanes reformadores. Las primeras meditaciones deberían en consecuencia perseguir un es-bozo claro de esta idea. Comoquiera que nosotros no transitamos por el camino de fantasía de la utopía, comoquiera que apuntamos más bien a la sobria verdad objetiva, el esbozo debe adoptar la forma de una determinación de esencia puramente conceptual; y las posibilidades de realización de estaidea deberían asimismo sopesarse con rigor científico, primeramente a priori como puras posibilida-des de esencia. Qué figuras particulares y sujetas a norma serían posibles y serían necesarias en elseno de una humanidad conforme a la idea de la auténticahumanitas, tanto en lo que hace a las per-sonas individuales que la constituyan como miembros de la colectividad, cuanto en lo que toca a losdistintos tipos de asociaciones entre ellas, de instituciones colectivas, de actividades culturales, etc.Todo esto formaría parte del análisis científico de esencia de la idea de una humanidad racional o au-téntica humanidad, y se ramificaría en múltiples investigaciones particulares.

Ya una somera reflexión pone en claro que la índole entera de las investigaciones necesarias enfunción de nuestro interés, como también sus temas particulares, están determinados de antemano,en efecto, por estructuras genérico-formales que nuestra cultura compartiría, por sobre todas sus fac-ticidades, con infinitas otras culturasidealm ente posibles. Todos los conceptos con que topa una in-vestigación que penetra en las profundidades —que va a los principios—, tienen generalidad aprióri-ca, formal en un buen sentido del término. Así, el concepto de hombre en general como ser racional,el concepto de miembro de una colectividad, el de la propia colectividad, y no menos todos los con-ceptos de comunidades particulares: familia, pueblo, Estado, etc. E igualmente los conceptos de lacultura y de los sistemas particulares de cultura: ciencia, arte, religión, etc., y sus figuras normativas:ciencia, arte, religión, «verdaderas», «auténticas».

La sede originaria y clásica de la investigación pura de esencia y de la correspondiente abstrac-ción de esencia (abstracción de conceptos «puros», «aprióricos») es la matemática, pero tal[10] for-ma de investigar y tal método en modo alguno están ligados en exclusiva a la matemática. Por pocohabitual que nos resulte practicar tal modo de abstracción en la esfera del espíritu e indagar en ella su apriori: las necesidades de esencia del espíritu y de la razón, sin duda es igual de posible hacerlo aquí que allí. Es más, con frecuencia nos movemos en el interior de esteapriori, sólo que no de manera consciente y metódica. Pues siempre que nos vemos llevados a consideraciones de principio,nuestra mirada recae por sí misma sólo sobre la forma pura. La abstracción metódica consciente delcontenido empírico de los correspondientes conceptos, su articulación consciente como conceptos«puros», podrá no tener lugar, pero en nuestra actividad de pensamiento ese contenido empírico nodesempeña ya ninguna función que sea comotivadora. Si se medita sobre la colectividad en general,sobre el Estado o el pueblo en general, o también sobre los seres humanos, sobre los ciudadanos, ynociones similares, y sobre lo que en tales generalidades constituye «lo auténtico», lo racional, que-dan entonces indeterminadas y son «libremente variables», claro está, todas las diferencias fáctico-empíricas relativas al cuerpo o al espíritu, a las circunstancias concretas de la vida en la Tierra, etc.;en el mismo sentido en que quedan indeterminadas las propiedades concretas y los nexos empíricoscontingentes de las unidades que entran en la consideración ideal del aritmético, o los de las magni-tudes que lo hacen en la consideración del algebrista. Que el hombre tenga empíricamente órganosperceptivos articulados de esta o de aquella manera, ojos, oídos, etc., y dos ox ojos, y tales o cualesórganos de locomoción, piernas o alas, etc., todo ello está fuera de la cuestión en consideraciones deprincipio como las relativas, por ejemplo, a la razón pura, y permanece abierto-indeterminado. Sólociertasformas de la corporalidad y de la espiritualidad anímica están presupuestas y caen bajo la mi-rada. Ponerlas de manifiesto en su necesidad a priori y fijarlas conceptualmente, sí es cosa de la in-vestigación científica de esencia emprendida conscientemente. Lo cual vale a propósito de todo elsistema conceptual ramificado en múltiples direcciones, que atraviesa, como andamiaje formal, todopensar propio de las ciencias del espíritu, y en especial las investigaciones de estilo normativo quenos planteamos.

Ahora bien, si la ciencia apriórica de las formas y leyes de esencia del espíritu, y de la espiritua-lidad racional —que es lo que sobre todo nos interesa—, no ha sido todavía elaborada sistemáti-camente; y si, en orden a dar fundamento racional a nuestro afán de renovación, tampoco podemossacar esa ciencia de los tesoros cognoscitivos de que hoy disponemos…, ¿qué podemos entonces ha-cer? ¿Hemos acaso de comportarnos como en la praxis política, como al ser convocados a urnas encalidad de ciudadanos? ¿Hemos de juzgar sólo por instinto y por «olfato», según conjeturas genéri-cas orientativas? Esto puede tener plena justificación cuando la hora presente urge a una decisión, ycuando en esa misma hora la acción se consuma. Pero en nuestro caso, en que nos cuidamos de algotemporalmente infinito y de lo eterno en el tiempo, cual es el futuro de la Humanidad y el proceso dedevenir humanidad auténtica, de la que nosotros sí nos sentimos responsables… Y para nosotros que,como educados en la ciencia, sabemos asimismo que sólo la ciencia funda decisiones racionales de-finitivas y sólo ella puede ser la autoridad que las haga finalmente prevalecer… En nuestro caso, paranosotros, no puede haber duda de dónde se encuentra nuestro deber. Lo que procede es ponerse unomismo a la búsqueda de los caminos científicos que, por desgracia, ninguna ciencia precedente haallanado, y empezar seriamente por los prolegómenos metódicos y de análisis de problemas, por loscursos de pensamientos preparatorios de toda índole que se revelan como exigencias iniciales.

En este sentido, las consideraciones hasta ahora desarrolladas son ya tales prolegómenos prepa-ratorios de la ciencia que buscamos, y no carentes —así lo esperamos— de utilidad. No carecen deutilidad, sobre todo por habernos mostrado en perspectiva metódica que únicamente un modo deconsideración, que se deja describir como consideración de esencia, puede ser verdaderamente fruc-tífero; y que únicamenteeste modo puede despejar el camino a una ciencia racional no sólo de lacondición humana en general, sino también de su «renovación». Pero además, al poner en claro quela «renovación» pertenece con necesidad de esencia al desarrollo del hombre y de la colectividad hu-mana hacia la humanidad verdadera, resulta que la fundamentación de esta ciencia sería el presu-puesto necesario de la renovación efectiva; sería incluso un primer comienzo de su entrada en esce-na. Con todo, es su preparación lo único que ahora, y en primer lugar, podemos proponernos.

En el próximo artículo queremos atrevernos a seguir una serie de líneas principales de pensamiento que atañen a la idea de la humanidad auténtica y de la renovación. Llevadas a cabo con laplena conciencia de ser una actitud dirigida a la esencia, han de mostrar con mayor determinacióncómo concebimos nosotros, en su sobria y por ello apriórica cientificidad, los comienzos —comien-zos tentativos— de las investigaciones sobre la cultura en la esfera normativa (ético-social). Ennuestra circunstancia científica, el interés debe enderezarse ante todo a laprob lem á tica y al método.

De la Reforma del Código Penal: de Hobbes, del poder y de la violencia. Una ley indigna a combatir.

De la Reforma del Código Penal: de Hobbes, del poder y de la violencia. Una ley indigna a combatir.

Ya decía Hobbes, autor preferido de los neocon y de las más variopintas derechas, que la igualdad natural es la condición necesaria del pacto de convivencia por el que se crea el Estado. Pero a no engañarse: la igualdad a la que se refería Hobbes no es la igualdad formal jurídica del liberalismo ilustrado; ni es la de la racionalidad universalmente compartida, ni la de la igualdad material… La igualdad de la que nos habla el gran filósofo es la igualdad en el ejercicio de la mera fuerza bruta y en la capacidad que tenemos todos, de forma absoluta y equitativamente repartida, de ejercer violencia y de ser causa de muerte los unos de los otros.

Esa igualdad natural en la fuerza bruta, relativa solo en cuanto a las diferencias físicas interindividuales, llegará a ser un valor de tanta importancia que Rousseau, por ejemplo, lo utilizará como criterio para determinar cuándo una sociedad ha sobrepasado sus posibilidades de convivencia democrática: toda diferencia de poder ,o concentración del mismo, que vaya más allá de las meras diferencias físicas dables en estado natural, ponen en peligro la convivencia, ya que esta se basa en la libertad de darse a si mismo consensuando con otros las normas, libertad a cuya base se sitúa la más radical igualdad..

¡Qué paradoja que sea la igualdad natural en la violencia, mejor dicho, el miedo al ejercicio arbitrario de la libertad individual -fuente de toda heteronomía, como opresión e imposición del más fuerte- la que permita el paso de la igualdad natural a la igualdad jurídica (que ahora ya no es imposición externa del más fuerte, sino autocorregulación en el consenso)!

Y es que eso, tanto para Hobbes como para Rousseau, era un asunto perfectamente claro. Tan claro, como que era cuestión debatida desde Platón y Aristóteles: en tanto que las diferencias de poder se limiten a las diferencias físicas naturales, los muchos podrán mantener a raya a los pocos psicópatas (egoístas, ambiciosos, ladrones, mentirosos, manipuladores y escoria humana de toda índole) que hay en cualquier sociedad. Pero cuando el poder crece desmedidamente, y se concentra en manos de estos últimos, los muchos pierden toda capacidad de defensa, convertidos en ovejas de matadero … del único matadero, que ahora es propiedad de los psicópatas o de sus asalariados y cómplices.

Por ello, independientemente de la forma de gobierno en la que estemos, cualquiera que haya reflexionado mínimamente al respecto caerá siempre en la misma cuenta: no pueden consentirse desigualdades excesivas, ni concentraciones de poder. Pero no solo eso: en una sociedad altamente compleja como la contemporánea, frente a los sistemáticos intentos de intromisión en la Administración por parte de los partidos políticos y poderes fácticos, debe garantizarse la independencia de la Administración del Estado como garante de los Principio de Legalidad e Imperio de la Ley. La garantía contra los tejemanejes de una excesiva concentración de poder, esa y no otra, es la razón por la que ni los partidos políticos ni las organizaciones profesionales (sindicatos o gremios o patronales) pueden (o no deberían) tener acceso a los órganos de la administración pública, ni a la policía, ni a las fuerzas armadas, ni a los tribunales de justicia. Porque la función de la Administración es garantizar los principios de legalidad y de igualdad ante la ley, independientemente de la ideología política que sea mayoritaria en cada momento histórico. Los partidos tienen, así, su espacio limitado al Congreso y a los medios de difusión. Y los poderes fácticos no tienen cabida en ninguno de ellos, pues bastante tienen con serlo. Y dentro de la Administración del Estado, el Sistema Educativo, especialmente la Educación para la Democracia, como herramienta de formación de electores y elegibles en un sistema democrático, debe ser radicalmente independiente de todo poder (gubernamental, táctico, partidario, religioso, ideológico). La democracia es un sistema formal de convivencia (formal en cuanto a estructura, por oposición al contenido material de las leyes) cuyo fin es producir leyes que regulen las relaciones de convivencia (el contenido material) por mayoría o por consenso, desde el respeto a la minoría, sobre la base de ciudadanos libres en el mayor grado posible, y por tanto suficientemente iguales como para no ver condicionadas sus decisiones a nada más que a su voluntad de autorregulación. Cuando se permite la entrada de los partidos, los poderes tácticos y las ideologías en la Administración, se rompe con el Principio de Legalidad, el Estado de Derecho se cae y la democracia sucumbe. Eso, queridos amigos, se llama España.

En esas condiciones, los elementos institucionales que debieran ser garantes de la legalidad se contaminan y sus resoluciones se vuelven espúreas, cómplices, o simplemente no defienden al ciudadano de la ilegitimdad de las leyes que pudiera dar un Parlamento corrompido y/o un Gobierno corrupto. El Tribunal Constitucional deja de ser garante de la coherencia del edificio normativo; los Tribunales Administrativos esquivan la aplicación estricta de la Ley por la Administración; los Tribunales Penales permiten que los poderosos o sus esbirros se sitúan por encima de la ley; y las Fuerzas de Seguridad del Estado, que detentan el monopolio legítimo del uso de la violencia para garantizar la aplicación estricta de la ley y de las decisiones de las instituciones de control…. devienen vulgares mamporreros de los grupos de poder infiltrados como un cáncer en las más altas magistraturas del Estado.

Con ello, el pacto de convivencia (reflejado más o menos imperfectamente en la Constitución) se rompe; y roto ese pacto vuelve a quedar a la vista el ejercicio bruto, originario y descarnado del poder: la pura fuerza bruta del aparato represivo del Estado (antes llamado de «Seguridad»).

El gobierno y los grandes poderes financieros y empresariales lo saben, razón por la que a mayor inequidad aumenta desproporcionadamente la criminalización de las protestas. Pero saben también que no hay poder que solo pueda mantenerse sobre la base exclusiva de la represión: es antieconómico y profundamente inestable. Por eso,  con la técnica del «divide y vencerás» han estimulado sin reparos la división y el enfrentamiento social: parados contra empleados, empleados contra contratados, educación contra industria, sanidad pública contra privada, inmigrantes contra nacionales, andaluces contra catalanes, vascos contra castellanos, catalanes contra andaluces, jubilados contra prejubilados, jóvenes contra maduros, pescadores contra transportistas, becarios contra asalariados, temporales contra fijos, mineros contra… todos) Pero no seguros del éxito, han monopolizado los canales de información principales (prensa, televisión) y saturado con «ruido» y basura el resto para ocultar todo mensaje que no interese repetir. Es más barato convencer que vencer. Y como «todo el que quiera vivir está condenado a la esperanza», el ciudadano prefiere creer lo que le cuentan que pensar que vive realmente en Matrix. Fundamentalmente porque es más sano: hay que estar muy enfermo para idear permanentemente mecanismos de defensa y de ataque contra enemigos invisibles… pero va a resultar que estamos gobernados por empleados en nómina de enfermos mentales completamente invisibilizados… Y este es un asunto que, llegados a donde hemos llegado (tras nuestra renuncia cómplice y estúpida, primero a nuestras obligaciones políticas y luego a nuestros derechos humanos), tiene muy mala solución.

La «solución Gandi» es altamente costosa, injusta e ineficiente (tánto, que sospechosamente es la preferida de los mass media). Primero, porque los psicópatas nunca mandan al frente a los suyos sino a sus asalariados, pobres desgraciados más o menos convencidos como los apaleados. En la solución Gandi los muertos y los heridos los ponen siempre los mismos: los desgraciados de uno y otro lado, mientras de uno y otro lado medran y se empoderan los que de verdad mandan o esperan mandar una vez acabadas las revueltas. Y segundo, porque la «solución Gandi» solo vale para los vivos: los muertos quedan indefectiblemente sin paraíso que les redima. Dicho lo cual, deberíamos quizás pensar si dicha solución, como tal, no resulta profundamente injusta y quizás estúpida: aquellos que no luchan ni se arriesgan se benefician de los sufrimientos y muerte de los que si lo han hecho. Vamos, que no parece algo muy equitativo.

Frente a la anterior está la otra, digamos la solución «clásica», el enfrentamiento abierto, el ¡mascalzone!, el muy castizo «¡te voy a romper la cara!»; en suma, el poder desorganizado y anárquico de los muchos, frente al poder concentrado y disciplinado de los pocos. Suena fatal. Y, encima, las experiencias pasadas acabaron siendo verdaderamente desastrosas y sangrientas (solo por citar una vencedora, la francesa de 1789; o dos perdedoras, la del 48 o la española). Pero no nos engañemos: si acabaron siendo especialmente sangrientas, no fue porque la revuelta en si lo fuera, sino porque los psicópatas, nunca dispuestos a ceder ni un milímetro de sus privilegios y sabedores de que los muertes los ponen siempre los otros, se han mostrado siempre altamente capaces de establecer alianzas de clases, incluso a nivel planetario (haberlos los habrá, pero yo no recuerdo ningún banquero muerto con las armas en la mano). El tiempo, la paciencia y el sufrimiento de los pobres juegan siempre a favor de los poderosos. «Dejad que los hambrientos vengan a mi», podría decir un opulento emprendedor desde las islas Caimán, mientras sus fieles empleados hacen el trabajo sucio. El psicópata, usa solo de la «razón instrumental» y evalúa exclusivamente lo que tiene en relación con lo que le costará mantenerlo. Los muertos ajenos son algo barato, y con paciencia, al final siempre se gana, como en el Monopoly. Y si no gana él en persona (a veces las batallas por el poder son demasiado largas y complejas como para ser medidas respecto de una vida mortal), otro como él ganará, otro de su clase, ya que todo vencedor de hoy es heredero de pleno derecho de los vencedores del pasado.

¿Os acordáis de lo compungidos que estaban los financieros, los poderosos y los teóricos de Chicago al inicio de la crisis, cuando todos entonaban el mea culpa y hablaban de refundar el capitalismo? Pues eso, que al final no les hizo falta. Solo hubieron de re-situarse, de re-colocar a sus asalariados en los gobiernos y, controlar el mensaje único a través de los medios de comunicación. Con ello vino el golpe definitivo al sistema político y económico mundial, aumentando los beneficios más allá de todo lo conocido, y debilitando los movimientos de resistencia y de respuesta social hasta sus mínimos históricos. Contra el fascismo y el comunismo, sin duda (¡quién nos lo iba a decir, hace solo 20 años!), estábamos mejor: al menos el enemigo estaba claro y obraba a cara descubierta. El tándem «dinero – control político – poder militar – medios de comunicación – devaluación de los sistemas educativos – censura mediante ruido – crímenes selectivos», aplicado en diferentes dosis allí donde fuera necesario, eclosionó en la nit de foc del mejor de los mundos posibles, a través de la globalización, de la naturalización de la crisis y de la pobreza y represión generalizada, con la aceptación como plaga bíblica de todo lo que no era más que obra del más repugnante y despiadado expolio de la historia de la humanidad. Una obra de arte, sin duda, las cosas como son.

Pues eso, que hoy de compungidos nada ¿y por qué? porque no les hizo falta seguir con el teatro. Al inicio de la debacle pudieron tener sus miedos, ya que cabía el peligro de que todo este robo, secuestro y asalto al poder acabara en una Bastilla. Pero, una vez estabilizada la situación, y sin Bastilla la vista, con el paso de los meses fueron recuperando la compostura, y con las tonadillas del «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» y del «no hay alternativas» fueron (rápidamente, hay que reconocerlo) transformándonos en caballos de tiro, hambrientos, tristes y apaleados, pero dóciles: con esperanza. Siempre con esperanza.

La verdad es que lo teníamos muy difícil: ellos habían leído a Hobbes y nosotros no. Y ellos sabían que lo único que nos pone en igualdad radical es la violencia. Por eso tuvieron tanto miedo, y se mostraban tan arrepentidos y compungidos y su mensaje «proGandi» era tan monolítico. Hasta que vieron que no pasaba nada.

Todo el mundo sabe que no se pude negociar nada con quien pone una pistola encima de la mesa. Contra esa actitud tan pobremente democrática solo cabe la sumisión -el «es lo que hay-«. Pues, resulta que en este juego de Monopoly, en el que además de «jugadores» somos «fichas», hay un jugador (que por cierto no es ficha) que juega con las pistolas encima de la mesa (con la criminalización y la represión, además del control ideológico), Los demás nos mantenemos ingenuamente con una confianza casi mística en el Estado de Derecho y en el principio de legalidad. Como los animales de la Granja de Orwell. Pero, por si no le fuera bastante con la pistola (seguramente por eso de que «prevenir es mejor que curar»), este jugador no-ficha, mafioso y tramposo, no contento con haber copado la administración del Estado y los tribunales, instrumentalizando los juzgados (a través del Procedimiento), la policía y la herramienta del indulto de acuerdo a sus fines políticos y amistades, ha decidido curarse en salud y cambiar las reglas de juego a su antojo, es decir todas las leyes que le pudieran molestar, a fin de asegurarse una apisonadora implacable contra los que rechistan.

Y claro, contra una apisonadora, irracional y fanática, quedan pocos argumentos. Igual que contra una picadora de carne -sobre todo cuando «uno» es la carne a picar. Es en ese contexto, donde el «argumento de Gandi» empieza a sonar a chiste: «¿saben aquel que diu… ?»

Pero, cómo no, Hobbes (¡el gran Hobbes, devenido ahora, en contra su voluntad, en paladín de la democracia!) viene nuevamente en nuestro auxilio: Es la extrema violencia sin control, la del estado natural radicalmente despersonalizada e igualitaria, la que fuerza a los hombres a la negociación y a la autocontención. El miedo a la violencia ciega, a sus consecuencias, a la falta de certeza sobre quién ganará ni a qué precio es lo que nos lleva a renunciar a ella dándonos un Estado -Estado al que hacemos depositario de esa violencia- y unas normas a las que todos sin excepción quedamos sujetos (esa famosa «igualdad ante la Ley», de la que se llenaba la boca el futuro compañero y ciudadano Juán). Esta renuncia basada en el temor, según Hobbes, es lo que posibilita la posterior convivencia en paz y, a partir de ahí, hacer planes de futuro vacunados por completo de toda arbitrariedad particular o pública. De donde sorprendentemente resulta que, si hay algo que garantiza que no se usará la violencia, no es nuestro compromiso a no utilizarla -siempre habrá algún tarado que ponga una pistola sobre la mesa-, sino el firme convencimiento de que si alguien la usa responderemos todos conjuntamente y entre todos le reduciremos a fin de mantener la sociedad en paz. En paz y en libertad: en la libertad de la autocolegislación y en la paz a que conduce la prudencia y el respeto a las minorías y de los más desfavorecidos. Cuando una de las partes sentadas a la mesa cree que puede usar la violencia sin consecuencias, muy probablemente lo hará: el imperativo categórico solo vale entre iguales y con las cartas boca arriba. Por tanto, es el miedo a perder (más que a no ganar) lo que hace nos hace exquisitamente prudentes y considerados (especialmente a los hobbesianos con sus adversarios).

En conclusión, si queremos poner fin y revertir el proceso de degradación de la vida colectiva a que asistimos, y además queremos que esto no desemboque en un enfrentamiento civil y en una sangría a gran escala, debemos ser conscientes de que solo podremos lograrlo estando absolutamente dispuestos. La libertad, la igualdad y la democracia no son bienes que se tienen: son valores que hay que producir y mantener cada día frente a los psicópatas. Porque para un hobbesiano de ley, lo único que legitima al Poder es su capacidad para perpetuarse, principio teórico que les hace ser de muy amplio espectro, así como sentirse completamente legitimados y sin escrúpulos para ejercer una violencia infinita; y, cuando vienen mal dadas, a camuflarse como cordero mejor que nadie. Por tanto, lo único que puede conjurar el peligro de la violencia y de la fractura social, es que los psicópatas sepan clara y palpablemente que pueden perder. Es más: deben saber que perderán.

Para evitar llegar a una situación de violencia irreversible e impredecible, o a la destrucción silenciosa de todos los valores y bienes por los que considerábamos que la vida merecía la pena ser vivida (a un hobbesiano ambas cosas le dan igual, porque no van con él), el miedo tiene que cambiar de bando. Y cuanto antes lo haga, más fácil será.

Y para empezar, bien podemos estrenarnos en impedir con contundencia que este engendro de Ley vea la luz.

(Tras su aprobación, un artículo como éste también será delito.)

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