Retórica y civismo. El retroceso de la palabra. (Artículo de Philippe Breton publicado en «Le Monde Diplomatique», marzo de 1997: http://www.monde-diplomatique.fr/1997/03/BRETON/4624 ). Traducción de Marie-Françoise Rotter.
«Estamos en una situación extraña : mientras la persuasión está por doquier, y sus procedimientos nos asaltan por todas partes, alumnos y estudiantes no están preparados para practicarla ni descodificarla. A pesar de la voluntad de algunos docentes y la tenacidad de unos cuantos investigadores en comunicación, no existe, en ninguna parte, un verdadero programa de sensibilización a la argumentación, es decir a un convencer no-manipulador.
Por culpa de este vacío relativo se ha visto estos últimos años proliferar (en el mundo de la empresa, de la comunicación, así como en el inmenso mercado que constituye la “busca de la realización personal”) múltiples “teorías”, a menudo vendidas a precio de oro, que justifican “científicamente” la instrumentalización y manipulación del otro como modo de estar en sociedad.
Porque el siglo XX es testigo de una paradoja que poco se ha subrayado hasta ahora. Por un lado se ha visto desarrollarse, de una manera sin precedente, toda clase de prácticas de la persuasión. Las batallas ideológicas se han sucedido por olas, movilizando grandes multitudes. Los recursos de la propaganda, de la desinformación, de la manipulación psicológica, se han utilizado masivamente a lo largo del siglo, tanto en época de guerra como en época de paz. Incluso la progresión mundial (en la actualidad) del liberalismo pone en juego, bajo formas nuevas, un inmenso reto de persuasión. El desarrollo del sector mercantil, igualmente sin precedente, se nutre de la influencia fundamental de la publicidad sobre las conciencias, amplia maniobra de convencimiento, poco exigente en cuanto a los medios empleados.
Por otro lado, a pesar de esta presencia masiva, la palabra para convencer se expande dentro de un vacío casi total de reflexión, de enseñanza, de cultura y, para decirlo todo, de ética. No existe una verdadera “cultura del convencer” en una civilización que ya no busca (en las normas del pasado y de la tradición) los fundamentos de su destino.
Manipular las conciencias.
La consecuencia de esta paradoja es que el ejercicio de la palabra, casi únicamente sometida a la regla de la eficacia, retrocede en beneficio de sus formas más manipuladoras.
Uno puede preguntarse si no asistimos a un verdadero retroceso de la palabra, y del papel que desempeña ésta en el progreso de la civilización. Otros períodos de la civilización humana conocieron igual retroceso. Después de cinco siglos de República, a lo largo de los cuales se había formado en el continuum del espíritu democrático ateniense una cultura del debate político, el historiador romano Tácito se pregunta (en un texto escrito en los alrededores del año 80 dC), si ésta no está desapareciendo ante sus ojos (1). “Hoy en día, escribe, hay que hacer corto : se acabó el tiempo dónde los oradores podían expresarse libremente ante un público atento y que participa en los debates”. “Hoy en día, prosigue, la cultura de los oradores que había nutrido la República ya no sirve para nada: el Imperio se está imponiendo y con él desaparece la democracia de la palabra.” Tacito ve en el empleo exagerado de la estética en el discurso –y la aparición del nuevo genero de la la literatura- la consecuencia de este final de la época inaugurada por Atenas. Hasta los juegos del circo se han convertidos en únicos temas de conversación “en las escuelas de retórica”.
Manteniendo cierto grado de prudencia en la comparación ¿no estamos viviendo un período equivalente, dónde la palabra está igualmente maltrecha? Hoy en día también hay que hacer corto : el “clip” se ha convertido en la unidad de medida del discurso. El debate in vivo se ha sustituido por procedimientos manipuladores al servicio (la mayor parte del tiempo) del pensamiento único a escala mundial. Los nuevos juegos de circo, el espectáculo televisivo multicanales, son el único tema de conversación. ¿Medimos realmente sus consecuencias en una sociedad en la que sólo se habla de lo vivido virtualmente (2)
El primer signo (al menos el más visible) del retroceso de la palabra es el intento de restringir el campo en el cual se aplica. ¿Qué es lo que se puede debatir y qué es lo que depende de una elección colectiva? La gigantesca batalla ideológica que tiene como meta imponer el liberalismo a escala mundial, tiene como característica que se libra en un registro manipulador. Lejos de presentarse como una elección posible, debatible en el espacio público, el liberalismo se presenta como “una evolución natural”, una “ley” a la cual tendríamos que someternos. Se despoja la palabra de su posibilidad de intervención, y se presenta lo esencial de lo que nos ocurre como no debatible, como ajeno a la palabra. Es muy fácil en semejante situación decir que no hay (tal como intentó hacérnos tragar Francis Fukuyama) solución alternativa al liberalismo. Nos atan las manos, nos tiran al agua y nos dicen que no sabemos nadar.
Luchar contra el retroceso de la palabra pasa por permitirnos hacer debatible nuestro destino común, por el rechazo de la ‘meteorologización’ de lo político, de la tan difundida asimilación semántica del paro a una forma de anticiclón de los Azores, a un fenómeno sobre el cual no tenemos ninguna influencia.
Otro signo del retroceso de la palabra es la ausencia de referencia, en el espacio púbico, a normas que regulen el uso de tal o cual tipo de procedimientos destinados a convencer. En las Democracias modernas resulta sorprendente ver la ausencia de disyunción entre el universo de los fines y él de los medios.
Si los fines son buenos, entonces todos los medios pueden ponerse a su servicio. La fascinación por la técnica no es ajena a esta carta blanca dada a los medios de comunicación. Así, por ejemplo, la propaganda es diabólica cuando está al servicio de los regímenes totalitarios, pero se hace respetable cuando se pone al servicio de los ideales democráticos. Como lo muestra Jacques Ellul, el mismísimo gobierno americano estrenó en 1917 la propaganda moderna Eso si, al servicio de una “buena causa”: los ideales de la democracia moderna (3). Se consideran las técnicas de manipulación (igual que la bomba atómica) como una “herramienta al servicio de la paz”, un “depósito sagrado” (como decía el presidente Truman) cuando está en manos de las democracias liberales. Pero objeto de terror diabólico cuando son “otros” quienes las fabrican.
Y la cumbre de esta confusión entre fines y medios es la publicidad moderna. Se sabe, desde Stuar Ewen, que los capitanes de la industria del siglo XIX se habían convertido, gracias a ella, en “capitanes de conciencias” (4). La publicidad , objeto complejo por la mezcla de los géneros que opera, sigue siendo una estupenda herramienta de manipulación de las mentes. Desde este punto de vista, las futuras generaciones juzgarán que tal vez habremos estado “tánto bajo influencia” como esos habitantes de países totalitarios que compadecemos por haber sido irradiados por la propaganda. Pero como la causa es buena (al menos desde el punto de vista del sector mercantil), también deben serlo los medios.
¿Decirlo todo, hacerlo todo?
El dominio político no escapa a esta contradicción: la demagogia es legítima si el programa político es bueno. Así se ha visto a parte de la izquierda francesa encontrar virtudes a un malabarista demagogo como Bernard Tapie, cuya ignominia de las estrategias de persuasión no se le escapaban sin embargo a nadie. ¿Cómo luchar contra la propaganda de extrema derecha cuando no se condena su uso en el campo democrático?
¿No habría que reflexionar sobre la disyunción entre una ética de los fines y una ética de los medios partiendo de que toda palabra se corrompe al estar difundida por medio de procedimientos manipuladores que no respetan ni al emisor ni al destinatario? Las normas que permiten separar lo que obra con respeto y lo que obra con violencia manipuladora ya existen. La cultura griega de la argumentación ya las debatía. Desde entonces, todo hombre político que pasa la línea roja de la demagogia sabe lo que está haciendo. Estas normas, que son normas de civilización, son por todos conocidas. Pero su alcance está mermado, y hasta negado, en el clima donde el “laisser-faire” también se aplica a la palabra y a los procedimientos de comunicación.
Cualquier recordatorio de estas normas se ve atrapado en la falsa disyuntiva libertad/censura, credo de las sociedades liberales. Se consideran estas normas base del espacio público: todo se puede decir, todo se puede hacer. Cualquier idea que encuentra receptor es legítima. Así es como las leyes del mercado contaminan hasta el mundo de las ideas y los medios para comunicarlas. Es necesario recordar que de la misma manera que hemos renunciado, como señal de civilización, al ejercicio de la violencia y de la venganza privada (5), también hemos reconocido en el mismo momento del nacimiento de la democracia, normas que permiten renunciar a la violencia psicológica que constituye la manipulación de la palabra. Tal vez sea hora ya de reactivar estas normas, de subrayar su importancia para la democracia y de demostrar el provecho que cada ciudadano podría sacar de ello.
Otra señal del retroceso de la palabra es el desapego de los sistemas de enseñanza y de investigación acerca de lo que Roland Barthes había cualificado de “imperio retórico”(6). En 1902 desaparecía de los programas de enseñanza pública esta asignatura que había sido, desde hace dos mil quinientos años, la base de toda enseñanza. Es cierto que la retórica, poco a poco, se había degradado hasta no ser sino una concha vacía del contenido ciudadano que tenía en la época clásica.
Pero ¿Una de las funciones cívicas esenciales de la enseñanza no sería, precisamente, enseñar que los grandes valores democráticos no son nada si los medios para defenderlos no están, ellos también, al servicio del retroceso de la violencia y de la construcción de un lazo social solidario, es decir, respetuoso de la relación con el otro?».
Philippe Breton (Sociólogo. Estrasburgo)
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(1) Tacito, Dialogue des orateurs, Société d’édition Les Belles Lettres, Paris, 1985.
(2) Lire Philippe Breton, L’Utopie de la communication, le mythe du village planétaire, La Découverte, deuxième édition, Paris, 1995.
(3) Jacques Ellul, Histoire de la propagande, PUF, Paris, 1967.
(4) Stuart Ewen, Consciences sous influence : publicité et genèse de la société de consommation, Aubier, Paris, 1983.
(5) Lire sur ce point : Jean-Pierre Vernant, Les Origines de la pensée grecque, PUF, Paris, 1962.
(6) Roland Barthes, « L’ancienne rhétorique », in Communications no 16, numéro spécial consacré aux « Recherches rhétoriques », Seuil, Paris, 1970